Hoy, terminé de entregar el último trabajo y ahora comienzan mis vacaciones. Ahora que respiro libertad, miro con compasión a la mayoría de mis compañeros que siguen con la enseñanza virtual. Para mí, como para muchos otros, esto de las clases no presenciales ha sido una pesadilla que se ha robado mi energía y entusiasmo a punta de trabajos que se hacían eternos y clases donde el brillo del computador y el sonido de los audífonos me dejaban con un dolor de cabeza.
La culpa de mi frustración no fue la tecnología en el aula. Mis profesores, al contrario de muchas otras historias que oía de maestros que luchaban para grabar la clase y compartir la pantalla con las diapositivas, se adaptaron rápidamente al cambio, usaban diferentes plataformas con esmero, reemplazaron las calculadoras físicas con las digitales y contestaban mis correos con preguntas en cuestión de horas o minutos.
La conectividad fue un problema a medias. Aunque a veces el wifi se congestionaba por la clase de mi hermana, la serie de mi mamá y las reuniones de mi hermano; lo cual ocasionaba que mis profesores hablaran en cámara lenta para luego acelerarse hasta retornar a la normalidad, o producía un corte de audio justo cuando iba a hacer una intervención -juro que sí-, no era algo que pasaba muy a menudo. Por otro lado, los apagones típicos de la costa interrumpieron algunas de mis clases y tareas, pero comparado a lo que estoy acostumbrado, los cortes de luz no fueron tan largos y recurrentes. Vivir en lo rural no fue tan malo para mí, pero escuché otras historias, cargadas con un poco de realismo mágico, de estudiantes que se subían a un árbol a recibir señal y peleas entre vecinos por la clave del router.
También escuché con tristeza que algunas facultades de universidades públicas, como la de derecho de Cartagena, habían entrado en paro porque algunos estudiantes no tenían acceso ni a un computador ni a una conexión a internet en sus casas.
Algo que encontré desalentador es que la virtualidad redujo lo bonito de las clases presenciales. Lo que más me gustaba de las clases, la discusión, fue lamentablemente el componente más mermado en las clases online en muchos casos. Lo que más le gustaba a mi hermana, de 9 años, de las clases, estar -físicamente- con sus amigas, fue también lamentablemente perdido. Aunque los chats no reemplazan el contacto humano, es triste que cada vez más profesores han encontrado la función en zoom para bloquear los chats entre compañeros. Una verdadera tragedia.
La virtualidad además de llevarse lo que más me gustaba de las clases, trajo nuevos problemas que no había imaginado. Al principio, pensé que hacer exámenes en casa iba a ser algo positivo, tendría más tiempo, más tranquilidad y más ayuda, pero lo cierto es que los exámenes se convirtieron en una pesadilla. Antes, llegabas al aula y tenías entre una hora y una hora y media para hacer el examen y ya está. Ahora, en mi caso, ese mismo tipo de examen me lo entregaron como una tarea y me dieron muchas horas, incluso días para hacerlo, y cuando tengo un examen en casa por días, mi modo perfeccionista entra en acción y la tarea se prolonga y se prolonga, entre cambiar una coma, verificar el procedimiento, añadir un argumento, recibir sugerencias de tus amigos, procastino y procastino. Lo que hace que una evaluación que en otra circunstancia terminaba en una hora, termina robándome el día y la noche, hasta que finalmente entrego el examen, unos minutos antes de la hora límite -1:59 am para mí, 11:59 pm para muchos otros-, dudando de mi rendimiento.
Las plataformas para mí fueron fáciles de manejar, pero para mi hermana y mi madre fueron y siguen siendo una tortura. Como en muchos otros colegios, en el de mi hermana existen una diversidad de plataformas que terminan confundiendo a los alumnos y a los padres, que o no entienden cómo subir el archivo, o qué hay que subir o cómo ingresar a la plataforma de por sí. Recuerdo que, por unas semanas, mi madre le decía con un tono cada vez desesperado a mi hermana, que por favor entre a Eukarya -una de tantas plataformas- que las tareas se están acumulando y que, si sigue así, va a perder el año.
Mi hermana decía que la clave no funcionaba, mi madre le decía que le pregunte a la miss, y la miss decía que le pregunte al profe y al final, nadie conseguía la clave.
El tema se volvió tan recurrente que yo terminé por ofrecerle ayuda a mi hermana y fue allí cuando ella, que tiene 9 años, me dijo que todos los días desde hace semanas trataba de entrar a la plataforma: Como la clave original no funcionaba, ella intentaba entrar de diferentes maneras, ponía mayúscula en alguna que otra letra, le cambiaba los números, pero nunca lo conseguía.
Me dijo que se tardaba alrededor de media hora cada día en este proceso de adivinar la clave y que luego se frustraba y se ponía a pensar en la cama que otra combinación podía intentar. Yo no sabía si reír o llorar.
Padres, madres, profes y alumnos, cuéntenme, si pueden en los comentarios, alguna que otra anécdota ya sea para reír o para llorar de las clases virtuales.