«La política es dinámica», dijo alguna vez el recientemente fallecido Horacio Serpa para justificar por qué alguien que hasta ayer era enemigo o adversario se volvía de pronto socio o aliado, y por qué unas ideas que generaban distancias se convertían de la noche a la mañana en motivo de consensos.
Es cierto: eso puede darse en la política en todo el mundo, pero como un hecho relativamente excepcional. El asunto es que esas volteretas se dan en Colombia cada rato y en todos los niveles, desdibujando fronteras e ideas, y haciendo de la política un mero comercio de intereses personales.
Acaba esta semana de anunciarse una de esas maromas. El senador Armando Benedetti, que se inició como miembro del Partido Liberal, como su padre, y después se fue al partido de la U para respaldar a Álvaro Uribe, y luego se distanció de Uribe para volverse santista, desempolvó y lustró su etiqueta de centroizquierdista para apostarle a uno de los caballos fuertes del partidor del 2022: Gustavo Petro.
Benedetti es un parlamentario hábil, lee bien la lamentable realidad del país y se mueve como pez en el agua en el Congreso. Está en su derecho de jugar como quiera en el terreno electoral que tenemos. Eso es lo que hay. Sin embargo, lo que hace no tiene nada que ver con el político que debería tener Colombia. Es, más bien, una actuación típica de una forma de hacer política que es realmente antidemocrática y está mandada a recoger.
Es la estrategia del apostador, que no le importa ni la historia ni el origen del caballo sino que sea uno de los que más corre o el que más posibilidades tenga de ganar. Eso es poner las ideas y los principios sobre la pista y dejar que los cascos los machuquen. De ahí a la prostitución política y a la corrupción solo hay un paso.
Por supuesto, Petro -interesado en mostrar que hay petrismo más allá de su partido y que no es el coco castrochavista- lo aceptó sin problema alguno, como va a aceptar a otros que seguirán el mismo camino de Benedetti -Velasco, Barreras y demás- buscando asegurar cuatro años lejos del asfalto de la oposición, en el cual están ahora, y si muy cerca de las alfombras rojas -que serían más rojas que nunca- de un hipotético gobierno del ex jefe guerrillero.
Que unos políticos hagan sin rubor estos movimientos habla muy mal de la política colombiana y sobre todo muy mal de los partidos. Un parlamentario está hoy en uno y se va mañana para otro porque en realidad los partidos no son órganos ideológicos sino pymes -muchas veces famiempresas- que se venden al mejor postor.
No hay en los partidos formación en las ideas, ni democracia interna, ni principios de disciplina; no tienen mecanismos para procesar las diferencias ni hay posturas colectivas sólidas. Solo bloques de concejales, diputados y parlamentarios de todas las calañas que negocian puestos y contratos juntos cuando les conviene y, si no, lo hacen cada uno por su lado, atendiendo -repito- solo sus intereses personales. En otras palabras: vendiéndose, corrompiéndose.
Por eso cambian de partido y de líder cuando les da la gana, como si simplemente cambiaran de carro. Por eso un día tienen una camiseta y mañana otra, y por eso aplican aquello de que el enemigo de mi enemigo puede ser mi amigo. En el caso de Benedetti es: si los Char amenazan con desaparecerme del mapa, yo me uno a Petro.