Hace unas noches una amiga me comentó acerca de las continuas discusiones con su hijo preadolescente porque cada vez que le pedía organizar su habitación, hacer un mandado o le exigía llegar a una hora determinada, el chico le respondía de mala manera o la ignoraba. En la ocasión más reciente, el muchacho amenazó con denunciarla por maltrato: ─Ya soy grande. Tengo derecho de salir con mis amigos y de tener mi habitación y mis cosas como yo quiera─, le dijo.
Mi amiga, cansada de la situación, estuvo de acuerdo y le dijo que ella misma lo llevaría a interponer la denuncia: ─Eso sí, ten presente que las normas de esta casa solo buscan civilizarte; convertirte en una persona que sabe vivir en comunidad. Si se demuestra el maltrato que dices, te llevarán a un hogar del bienestar familiar, vivirás con muchachos provenientes de sitios y circunstancias diferentes, e igual tendrás que organizar tu habitación, asear tu espacio y respetar las normas de ese lugar; además perderás todo lo que tienes acá. Es tu decisión─. Su hijo no volvió a hablar de ello y acogió las normas de la casa (hasta donde las acoge un preadolescente).
Esta historia es pan de cada día en muchos hogares, en gran número de familias y, en términos generales, en nuestra sociedad. Nos hemos convertido en la sociedad de los derechos y nos hemos olvidamos de nuestros deberes.
Desde casa empiezan los fallos. Nuestros niños carecen de civilidad, arrastran una ausencia latente de valores y una muy escasa conciencia de sus deberes. Se han convertido en emperadores: son dueños de todo lo que hay en la casa (mi televisor, mi celular, mi habitación, etc.), dictan el menú diario, señalan las rutinas del hogar a conveniencia, dan órdenes a sus padres e, incluso, los castigan; en los colegios obstaculizan las clases y faltan al respeto a sus profesores, escudados en que sus derechos impiden que los obliguen, los regañen, los castiguen o los sancionen.
Esto trae consecuencias. Nos hemos acostumbrado a exigir que nos permitan ejercer nuestra ciudadanía, que nos den más libertades, que nos concedan lo que queremos y que cumplan y respeten nuestros derechos, olvidando que hemos dejado atrás por completo los deberes que tenemos para con nosotros mismos, nuestra familia y con nuestra sociedad.
- ¿Queremos la nueva consola de videojuegos o permiso para una fiesta? Respetemos, saquemos buenas notas y obedezcamos las normas de casa.
- ¿Exigimos mejores gobiernos? Votemos a conciencia, hagamos control social de la gestión y ejecutemos las medidas dispuestas en caso de incumplimiento.
- ¿Demandamos libertades? Ejerzamos las que tenemos con responsabilidad.
- ¿Pedimos que nos respeten? Respetemos.
Recordemos que nuestras libertades terminan donde empiezan los derechos de los demás; en la dinámica de una sociedad sana cada miembro es consciente de sus diferencias y desde allí se convierte en un ciudadano respetuoso, atento y útil para sí mismo y para los demás.
En la medida en que comprendamos nuestros deberes y realicemos aquellas tareas que se esperan de nosotros como integrantes de nuestra familia, de los espacios en los que nos desenvolvemos y de nuestra sociedad, podremos transformar cada uno de estos entornos en esos escenarios de armonía que necesitamos para vivir con la tranquilidad y la felicidad que queremos.