El Covid o La Covid-19, el género es lo de menos cuando tenemos la muerte en la punta de la nariz. Me estaba ahogando. Me había quedado dormido oyendo el celular. Cuando desperté todo azorado eran ya las 11:49 pm. Todos dormían. El celular ya estaba apagado.
No podía respirar. Trataba de agarrar aire y no podía. Empecé a toser. Era una tos seca. Algo me apretaba en la garganta, como si unas manos que yo no veía, una especie de corbata me apretase en el cuello. Y no podía ser una corbata. Hace tanto tiempo que esa prenda no la llevo que hasta se me olvidó cómo se hace el nudo. Me palpé el cuello. Me ardía. Pasé mis manos por el vientre y también me ardía. ¿Tenía fiebre? Supe que no era una gripe normal. Y yo si sé de gripe y de catarros. La tengo desde que me la pegó la partera. Es la misma. La tengo en la punta de la nariz. Por ella no me dejaban asomarme en la puerta de la casa, porque me pegaba el viento de lluvia y esos era muy malo para mi gripa de niño con frío. Es solo asomarme en el tiempo y allí aparece la gripa.
Si David Sánchez Juliao se preciaba saber de mote de queso yo me precio de saber de gripa. Y ésta de anoche no era una gripa cualquiera. Era muy parecida a la que pintan en la televisión en estos tiempos de pandemia. ¡ yo tenía la pesadilla del Coronavirus!
Ahora, ya que he dictado sentencia, trataré de argumentar por qué no era una gripa cualquiera. He tratado de llevar un aislamiento total, desde antes de que el gobierno decretara la emergencia sanitaria y nos llenara de pánico, que lávate las manos, que usa tapabocas, que cero besos, que cero abrazo, que saluda con los codos, que el toque de queda, que el pico y cédula, que el día sin parrillero, que el perro con perro, que la joda, que de esto que de lo otro. Desde entonces han transcurrido 143 días, en los que ha pasado de todo. Han muerto muchos amigos y conocidos.
Los medios virtuales están llenos de cifras y de cávalas. De esperanzas y desesperanzas. De más desencuentros que encuentros. Es una lucha contra el tiempo, mientras buscan una dudosa vacuna, que sirve, que no sirve, que nos dejará estériles, que se roban la plata, que lo uno, que lo otro. Esto es como la final del mundo.
La brisa anda sola por las calles levantando basurillas mientras los pajarillos picotean libres sobre el pavimento. La gente con las mascarillas parecen atracadores en acecho. Así debe ser el infierno. Todo se paga aquí mismo. No hay otra instancia.
Ayer, antes que me atacara la plaga yo pensaba en ella y lo frágil que soy y que por eso no debía exponerme. Padezco de comorbilidades, cualquier gripe me ahoga. No soporto aritos ni mascarillas. Tampoco puedo ponerme binchas. Y ratifiqué que a pesar de mi disciplina no estaba del todo libre de pescar el virus.
En casa vivimos cuatro personas. Mi mujer, mi hija menor, mi hija mayor y yo. Ah, y el perro, que ha sido el más cuerdo en medio de la pandemia. Y en estos 143 días hemos dado papaya. Ha pasado de todo.
Vivimos en un conjunto residencial de clase media con veintiocho familias más, de clase trabajadora. Hay nueve médicos poco sociables, que entran y salen en sus camionetas climatizadas con vidrios polarizados y ni saludan.
Apenas le bajan los vidrios de sus autos ostentosos a los porteros, y eso cuando necesitan decirles algo o pedirles un favor. En los primeros sábados hacían reuniones con ron y asados. Dirán que soy insociable porque nunca participé en esas parrandas. Hasta que hubo el rumor del primer caso. Se prendieron las alarmas. Uno de los médicos estaba pringado. Lo estaban atendiendo en su apartamento. Empezó a llegar gente extraña. Parecían astronautas con sus vestidos metálicos.
La primera vez que los vi pensé que estaban filmando una película sobre el final del mundo. Caminaban con cierta prevención, lentos, con las piernas abiertas, en paréntesis, en forma de asa. Llevaban unas neveras herméticas (tipo cavas donde se conservan las cervezas y el hielo) y no se les veía el rostro. Los vecinos apenas se asomaban por las hendijas y por los vidrios de puertas y ventanas. De repente se acabaron las parrandas y los asados. Yo no quise poner plata para eso, porque había un vecino que iba de casa en casa recolectando la vaca.
Los niños dejaron de jugar en el parque, los columpios quedaron solos y la pelota no volvió a rodar por el jardín. Pegaba un silencio helado sólo interrumpido por el perro que quería romper los vidrios cada vez que una gata vecina, esponjada y lerda, irrumpía en las tardes grises. Apenas se escuchaba el rumor del silencio en los cuartos y afuera los pajarillos o el carraspeo de los autos en la avenida. El Pick Up del barrio se acalló por la muerte de un vecino del sector más cercano. Empezaron a poner cintas de peligro amarillas con rojo y negro como si la plaga conociera de límite y de colores y de prohibiciones. Estaban equivocados. La plaga los tenia locos a todos.
El contagio acechaba por todas partes. Se trata de un enemigo invisible e inteligente. Que puede entrar a las casas de cualquier manera. En una bolsa. En un celular. En un contacto con un portador. Haciendo una fila. Cogiendo una moto. En fin, de muchas maneras. La pandemia para muchos es el hambre y no han podido tener el privilegio de aislarse. Los que no tienen nada han tenido que salir a la calle a rebuscarse.
Después se supo que la plaga estaba en tres casas más. El círculo se cerraba más todavía. Estábamos rodeados. Habíamos pasado de un mínimo porcentaje a convertirnos en la ciudad más caótica. La ciudad vecina nos dejó regados. Habían quitado al alcalde por posible corrupción. Los muertos empezaron a llenar las redes sociales de cintas negras. Algunas familias nunca sabían a quién realmente enterraban, porque no les permitían ver las caras de sus difuntos. Hubo intercambio de cadáveres como de camisetas en los estadios de fútbol al final de los partidos.
Nosotros habíamos dado papaya. Una de ellas era con los paseos del perro. Pasear el perro fue admitido entre las excepciones del decreto de confinamiento. El muchacho que pasea el perro tiene ese negocio. Por la noche cela en una tienda y en el día saca de paseo a por lo menos diez perros. Los saca en macacas, de a dos y a tres.
Le dije a mi mujer que hasta el perro debía entrar en confinamiento, pero ese es un animal que no sabe estarse quieto. Le dije que la plaga podía entrar con el perro. Al principio Gregorio, así se llama el muchacho, no llevaba mascarilla ni guantes. Pero el muchacho no podía perder su empleo. Vive de eso y de hacer mandados. Al fin Gregorio apareció también con guantes y mascarillas y cuando no lo venía, yo sacaba el perro. En esos días mi auto se quedó sin seguro, de modo que tuve que coger dos o tres motos y allí no se guarda la distancia. Uno recibe la fragancia y el sudor de quien maneja la moto. Tiene que llevarlo uno tomado de la cintura casi.
Fue una lucha contra nuestra cultura tropical y de la ignorancia. Mis hijas y mi mujer se sentaban de tarde y noche en el sardinel sin tapabocas. Fue una dura discusión porque pensaban que la plaga le tenía que pedir permiso a los celadores y porteros del conjunto o que el circuito cerrado de televisión la iba a detectar. Les expliqué que esto era como la continuidad de la calle. No dejaban entrar autos como taxis o visitantes, pero entraban y salían nueve médicos que trabajan en el primer círculo de combate y los hospitales son una zona de contagio. El virus no respeta pinta. Él o ella, no sabe que este es un conjunto residencial de gente acomodada, exclusivo, de gente “farta”, de esos que les cuesta saludar.
Nada, esta es una plaga democrática, que no ataca al hombre de la calle, pero que mata a gente de clase alta, ex gobernantes, médicos, artistas. Asfixia, con unas manos invisibles, como me atacó anoche.
Entramos en discusión porque le dije a mi mujer que no debíamos recibir ninguna clase de visitas. Sin embargo, un familiar, que nunca nos visitaba, no sé si de maldad o por ignorancia, cogió la costumbre de visitarnos todos los días y hasta cuatro veces. Tomaba motos. Traía comidas. Lo mismo que unos primos y un niño pequeño.
«Es un bebé», me dijo ella, cuando le dije que los niños son como un alambre dulce, son conductores de la plaga. Querían hacer piyamadas con mis hijas. Tuve que lanzarlos con el dolor de mi alma. Una sola persona indisciplinada daña el trabajo del resto.
Ella, mi mujer, no buscaba como desafiar la plaga, arriesgándose, como cuando la gente busca una muerte en la corraleja. Se le mete al toro apenas con un pañuelo. Con una botella de ron entre pecho y espaldas. A ella se le dio por contratar a un hermano sin empleo para que pintara la casa. Eso fue el desastre. El peligro asechaba. Todo estaba al garete. Su hermano se venía de parrillero en una moto con su hijo menor desde un barrio popular. Esa plaga podría venir con ellos. Esa pintura podría hacerse al final del año. Discutimos.
Las crisis no han estado ausentes. El estrés de la plaga ha ido y venido. Mi hija mayor es calmada y genial. Hace teletrabajo, pero se reúne con trabajadores de la calle y de vez en cuando visita zonas deprimidas. Sale en su auto y lleva las medidas de bioseguridad requeridas. La menor duerme la mayor parte del día y por la noche chatea con sus amigos. Tiene los horarios dislocados. Ella estudia y creo que ha llevado un aislamiento perfecto. Salvo sus pataletas de adolescente, todo ha ido bien. Es la menos sospechosa de haber traído la plaga o el monstruo que me atacó anoche.
Yo, particularmente, he tomado tres motos en estos 143 días, pero antes entrevisté a los conductores y supe que se cuidaban, lo mismo con el mensajero de confianza, que me llevó a algún lado. También tomé un taxi de las plataformas, que parecen más seguros y decentes. Igual, ayer hice cola en un banco y para entrar en un centro comercial, en una tienda de celulares y en una de víveres. Nada más. Vi la gente más aplomada que al inicio. Pero la semana pasada si vi gente peleando en la cola para entrar en una tienda de celulares.
Tuve que discutir con dos señores. Uno quería entrar sin hacer fila dizque porque había llegado de Magangué y otro porque iba para el cajero a pagar y allí una factura le da prioridad a quien llega a pagar. Si vas a reclamar te dejan de último. Igual una mujer alta, joven y bonita, se valió de sus atributos físicos para romper las normas. El sol era de fuego y allí, mientras discutí con ellos la plaga se me pudo pegar. Cuando regresé a casa el cuerpo me picaba, como si acabase de salir de un monte embarbascado repleto de cadillo. Sentía la piel como quien acaba de despalitrar un veranillo.
De modo que anoche, mientras la plaga me asfixiaba, hice un recorrido por mi vida, como si me estuviera despidiendo de este mundo y la forma cómo ella (la plaga) se me había instalado en mi garganta, rumbo a mis pulmones. Es una sensación indescriptible, uno piensa en su poca fama, en sus planes, en el sepelio pobre, en la cremación y en la imposibilidad de despedida. En todo y en nada, porque a veces la mente se queda en blanco. Fue cuando reaccioné.
Bajé a la cocina, tomé dos limones y los exprimí en la olla de los tintos, los partí en cuatro pedazos, vertí un vaso de agua, le eché bicarbonato al gusto, partí ramas de canela y la puse a hervir por cinco minutos.
Después me senté en en una mecedora a contemplar desde la sala la soledad antes de la muerte. Seguía con la nariz tapada, la garganta como un hierro, me carraspeaba el pecho pero no esputaba nada. Me sentí con fiebre. La barriga me ardía. Empecé a beber sorbo a sorbo aquella infusión y a medida en que la bebía, fui sintiendo que volvía a respirar bien y que mi pecho se convertía en una gran autopista por donde transitaba el amor y la esperanza.
Allí estuve un buen rato meditando en mi vida y en estos tiempos del final del mundo, en esta pesadilla, consciente de que así debe ser el infierno, en que de nada vale el dinero, las avenidas solas, el falso poder del hombre, la vanidad de los líderes, lo inútil del dinero y de la arrogancia del poder.
Ya más tranquilo, con la respiración profunda, llenando plenamente mis pulmones empecé a subir peldaño a peldaño las escaleras. Todos dormían profundamente, hasta el perro y mi hija adolescente, con quien había discutido la noche anterior. Era la 1:30 am. Sentí un poco de mareo. Solo alcancé a llegar al pie de la cama, donde me derrumbé. Cuando me repuse subí a la cama y dormí profundo y tranquilo. Mañana seria otro día con sus afanes. El que venga atrás que me siga. Me acordé de Miguel Manrique: la vida es sólo un ratico.