Mi hermano José Wilfrido, de niño, y sin nunca haber visto un partido de fútbol por la televisión, me dijo que el fútbol era como la vida misma, sencillo, pero había gente que lo hacía complicado. Que no era más que once tipos en pantaloncillos, tratando de manejar un balón, para meterlo por un arco de ciertas dimensiones.
Las reglas son claras, once tipos de esos pueden cabecear y patear el balón, pero sólo uno de los once puede cogerlo con las manos. Incluso, el arquero, también puede atajarlo con las nalgas, con el pecho, con la cabeza y los pies, pero mientras esté en un área determinada, en la que hay otra más pequeña, donde no se puede ni tocar el balón. Un equipo trata de meter el balón y los otros once se oponen.
Y, sin haber visto futbol profesional, José Wilfrido nos reveló algo muy importante: cada jugador tenía su posición. Eran los tiempos de Pelé y el Ratón Ayala, del Nene Cubillas, Eusebio, Frank BecKembauer y compañía, la época del futbol lirico, del sistema 4-3-3, con tres delanteros definidos, con dos aleros, por derecha y por izquierda.
Era un fútbol alegre, hasta que los italianos inventaron el Catenassio y Gentile dejó sin camisa a Diego Armando Maradona, en el mundial del 86. Su misión fue no dejarlo tomar el balón o si tomaba el balón que pasara Maradona, pero no el balón y si pasaba el balón que no pasara Maradona. De allí en adelante el fútbol pasó a ser de fuerza, velocidad y de precisión.
Solo los futbolistas que creen en la creatividad, en que el fútbol también es estética, pueden romper esa monotonía. La mayoría de los futbolistas de hoy son atletas que se preparan para destruir al oponente, para deslucirlo. Eso lo entendió Jorge Luis Pinto, cuando en sus manos cayó un carbón en bruto llamado Fredy Eusebio Rincón, que era un flojazo para entrenar, hasta pulirlo y llevarlo a donde lo llevó.
Cada cierto tiempo surgen esos futbolistas salidos del contexto monótono, mediático, como Luis Díaz, quien en el Liverpol no ha dejado de ser el mismo muchacho que entrenaba en los barrizales y trupillares de Barrancas, en La Alta Guajira, donde sus pies cogieron ese callo rebelde que tiempla los cartílagos y hace más elásticos y resistentes los pies. Por eso a Lucho no le hacen mella las patadas. Sus cartílagos se encogen y estiran como el fuelle de un acordeón, porque nunca engordó. Es pura fibra costeña, como si sus pies hubiesen sido amasados con un palustre de cemento en una mezcla de estiércol de chivo con arena de mar y sol, batido con plasticidad y estética.
Díaz no es que sea un tipo del otro mundo. Lucho lo que hace es divertirse, sabiendo que lo que hizo en su infancia, que repitió en el Junior de Barranquilla, es lo que tiene que hacer en cualquier estadio del mundo, olvidándose del público, quizás cerrando los ojos y dándole rienda suelta a lo que le indica el corazón, en una mezcla de la cumbia madre y el vallenato insurgente.
Lucho, sin duda, es diferente. Es una especie de René Higuita, que no se arredró ante los fanáticos ingleses y se atrevió a practicar el pase del escorpión en el propio templo del futbol. Lo que hizo Díaz, en el borde del área, en su último partido frente el Everton, olvidándose que se trataba de un derbi (como si fuese un clásico entere Junior y Unión Magdalena).
Luis es un futbolista elástico, diferente, que juega como si estuviera en una playa, pero tampoco es que nos vayamos a ir demasiado en elogios, porque nos tiramos la maroma. Lo importante es que es Colombiano, Guajiro- donde los niños mueren de hambre- Costeño, de nuestro Junior, pero hasta allí. Ojalá y no cambie.