Hacia apenas unas horas que me estaba acordando de Carlos Alberto Severiche Sierra, cuando un músico me llamó a mi celular para decirme que el conocido presentador se había desmayado mientras trotaba en la vía a Corozal. Era el miércoles 13 de julio ,ya casi de noche.
Con el cotizado presentador de nuestra Televisión no me veía desde Julio del año pasado cuando coincidimos en un evento. La Pandemia nos seguía azotando. Nos habíamos dispersado en medio de algunas bajas. Los artistas y periodistas sufrimos demasiado estar aislados.
Pensé, por su juventud y su estado físico, que la noticia era pasajera, que Carlos iba a reponerse, pero enseguida el mensajero me la soltó en pleno: Murió.
Inicialmente, por ráfagas de segundos, pensé que se trataba de una broma. Carlos Alberto tenía dos cosas para resaltar, su sentido del humor – siempre estaba mandando gallo con «La Picho», con «Los Cardenitas» y con los no sé qué – y eso de hacer que la gente, especialmente los funcionarios públicos se sintieran importantes: les decía los nombres completos, con todos los nombres y apellidos. Silvio Isaac, Carlos Arturo, Edgar Enrrique. A otros les cambiaba los nombres. A la señora de los tintos de radio Majagual le decía una combinación de nombres. Y así.
A veces se pasaba de piña con los políticos, a quienes adulaba con frecuencia, para hacerlos sentir importantes. Era decente y atento, pero burlón.
Proveniente de la llamada escuela clásica del periodismo de Radio Sincelejo de Aurelio Gómez y de Don Orlando Álvarez, a Carlos pocos se lo tomaban en serio, al principio, porque era muy mamador de gallo e hiperactivo, pero con base en su buena voz, su presencia física y su insistencia, logró ubicarse en el corazón de los sincelejanos, primero como presentador de televisión en noticias deportivas, después como animador de eventos y luego como lector de noticias y periodista. Hizo todo el curso, desde hacer mandados para entrar el el circuito cerrado de los locutores añejos, hasta penetrar en la cuarta pantalla.
Severiche Sierra, siempre andaba buscando desmarcarse de lo aburrido y acartonado, entonces se inventaba frases. La última la expresó en el festival del pito atravesado de Morroa, donde habló de un tercer cielo. Todavía sus amigos se preguntan qué trató de decir.
Cuando llegué a Sincelejo,en enero de 1993, Carlos Alberto Severiche Sierra y Medardo de Jesús Contreras Lastre, se me » pegaron» literalmente. Ambos eran jóvenes agradables, mamadores de ron y de gallo. Chicaneros. Y ambos, lamentablemente, ya no están.
Carlos Alberto, llegaba con las cuartillas del noticiero barajándolas en sus manos, y con su cara de dormilón, con el rostro ajado por el sueño y empezaba a practicar la lectura de las noticias, pero a veces se salía del libreto y recitaba una retahíla de personajes de los que se burlaba. Después soltaba una risotada.
Nunca le sacó la garrocha a un locutor profesor con el que se fue a las trompadas por unos electrodomésticos que sacaron a crédito.
Al principio no se lo tomaban en serio, porque Carlos Alberto no estaba entre los locutores consagrados, que eran otros, mientras se iba abriendo paso en una motocicleta y un montón de mujeres que iba coleccionando como camisas. Dejó trece hijos.
Yo le decía , también en broma, que dejara a esas mujeres en libertad, para que se buscaran una mejor suerte. Entonces se veía apenado. Sólo sonreía. Era picaron y buen mozo. Llevaba una vida divertida, pero era buena gente.
Por lo regular el lunes no iba al noticiero de la mañana, porque por su oficio los fines de semana andaba por algún pueblo como presentador de Licosabanas, de donde no pudo ser desbancado, pese a que le pusieron muchas zancadillas.
A los interminables eventos que presentó como voz oficial de la distribuidora de licores, Carlos se hacía acompañar de una mujer que lo esperara en un lado discreto de la tarima y siempre llevaba una camisa nueva para lucir. Siempre Lucía impecable, perfumado, y en los últimos años con un sombrero 19.
Era un hombre Sabanero y eso pesa mucho. El que sabe enamorar, ponerse el sombrero, el rey de la parranda. Nada estridente, porque el Caribe viste por dentro.
Cuando se fue engordando y su figura, bien explotada, fue recibiendo los estragos de los años, su colección de camisas de todos los colores se le fue quedando, entonces cualquier día se me presentaba en mi casa con una bolsa de regalo. Aún conservo algunas.
Carlos Alberto, siempre estaba buscando nuevas palabras para comunicarse en radio, televisión o en tarima. Se nutria de frases para impactar. A veces, creyéndome inteligente- casi todos se equivocan conmigo – me pedía consejos para manejar un evento en tarima. Yo lo evadía, porque sabía que él sabía hacer su trabajo.
Lo único que yo me atrevía a corregirle era la forma cómo pronunciaba su apellido, porque no le daba el toque final en español, sino que lo dejaba en suspenso, lo cortaba, para que sonara extranjero. No decía Severiche, sino Severich.
Carlos era un admirador de sus hijos,que tuvo con distintas mujeres. Decía con orgullo que eran muy inteligentes.
En su forma espontánea de presentarse, siempre bien puesto, de repente empezó a usar gafas no medicadas, para verse mejor, con un aire de intelectual, a lo de superman.
«Ya tienes las gafas, ahora te falta ser intelectual» ,le decían sus amigos, para mamarle gallo. El sólo bajaba la cabeza y soltaba la risa.
Carlos Alberto, fue un comunicador integral, desde el lector de cuñas, pasando por presentador de TV, animador de tarima, hasta ganar un premio de periodismo, presea que buscó por muchos años.
Siempre me involucraba en sus proyectos,de modo que no dudó en invitarme a presentar el programa de entrevista La Opinión, los domingos en el Canal Doce, que fundamos con Jaime Vergara y José Miguel Pestana. Y como los sábados casi amanecía en su oficio de presentador de tarima, me correspondía a mi asumir el programa. Hasta que un día nos perdimos de esa joda, cansados de dar pantalla y de aquello nada.
Igual me acompañó durante varios años en Alma Mater, de Unisucre, con su compañera Catalina Condia.
Me da la impresión de que los personajes como Carlos Severiche Sierra, que le hacía culto a su belleza y le sacaba provecho personal y profesional, les place morir jóvenes, para que su figura siempre sea fresca en la memoria de sus seguidores, que en su caso, eran o son muchísimos.