Por el río Timbiquí no solo bajan las aguas oscuras del Pacífico caucano. También navegan las esperanzas, las que llegan envueltas en uniforme, con el corazón dispuesto y las manos cargadas de solidaridad. A bordo del buque ARC “Golfo de Tribugá”, la Armada de Colombia no trajo armas ni órdenes: trajo alivios, sonrisas y una presencia que el Estado pocas veces hace sentir.
Cuando el buque apareció en el horizonte, más de un niño soltó un grito de alegría. Los ancianos salieron con sus bastones, como si la intuición les dijera que ese gigante de acero no venía a imponer autoridad, sino a ofrecer consuelo. Detrás de su proa viajaba una flotilla de voluntades: médicos, infantes de marina, voluntarios, todos decididos a curar, alimentar, escuchar y abrazar.
Fueron 117 millas náuticas de travesía por mar y río. Pero la distancia real era otra: la que separa a esta comunidad de los servicios más básicos, de las oportunidades, de una vida digna. Por eso, cuando los 151 tripulantes y colaboradores bajaron del barco, no pisaron tierra. Pusieron pie en la necesidad, y fueron recibidos con los brazos abiertos.
Bajo el sol ardiente del Pacífico y con el murmullo del río como telón de fondo, más de mil rostros —madres, niños, ancianos y campesinos— se alinearon con esperanza en los ojos. Desde las entrañas del buque comenzaron a descargarse los paquetes que pesaban más que alimentos: cargaban dignidad. Más de cuatro toneladas de ayudas humanitarias tocaron tierra, acompañadas de carpas donde médicos, enfermeros y voluntarios se entregaron, sin pausa, a una tarea silenciosa pero esencial.
En solo dos días, 1.219 personas fueron atendidas por profesionales de la salud que ofrecieron desde medicina general hasta odontología, pediatría, psicología y fisioterapia. Se insertaron implantes anticonceptivos, se aplicaron vacunas, se entregaron medicamentos. Para muchos, era la primera consulta médica en meses, incluso años.
“Esto no es solo ayuda, es un gesto de humanidad”, dijo doña Elvira, una mujer de 67 años que llevaba tiempo sin poder ver a un médico. Con los ojos húmedos, agradeció poder recibir sus medicamentos sin tener que pagar transporte ni navegar por horas. Sus palabras resumieron el sentir de un pueblo entero.
Pero no fue solo medicina lo que trajo la Armada. También llegaron seis sillas de ruedas, caminadores, mercados, kits escolares, ropa, juguetes y sobre todo, tiempo y atención. En los espacios recreativos, los niños rieron sin miedo, jugaron sin apuros, olvidaron —por unas horas— el ruido lejano de la guerra y el eco del abandono.
En medio de las actividades culturales organizadas con fundaciones como Ángeles por Colombia, Alianza Solidaria y Minuto de Dios, un líder comunitario observó cómo los infantes de marina pintaban los rostros de los niños. “Gracias Dios por esta bendición”, exclamó con la voz casi quebrada por la emoción de sentirse tenidos en cuenta.
La jornada fue liderada por el Batallón Fluvial de Infantería de Marina N.º 42. Pero lo que ocurrió en Timbiquí fue mucho más que una operación logística. Fue un acto de amor, un mensaje claro: que aún hay instituciones dispuestas a remar contra la corriente para llegar donde más se necesita.
Y cuando el buque encendió motores para volver al mar abierto, nadie lo despidió con tristeza. Porque hay misiones que no terminan cuando se va el barco. Algunas se quedan flotando en la memoria de un pueblo que, al menos por un día, sintió que Colombia sí tenía un corazón palpitando por el Pacífico.