Tenía solo 20 años. Estudiaba Ciencias Sociales en la Universidad de Cartagena y, con admirable compromiso, ya ejercía como docente en un colegio del barrio Alameda La Victoria. Alix Valeria González Ramírez no era solo una estudiante destacada ni una joven profesional en formación: era una mujer con sueños, con vocación, con futuro. Ese futuro le fue arrebatado la madrugada del domingo 15 de junio, en un hecho que, aunque se narra como un “accidente en medio de un atraco”, encierra una realidad mucho más profunda y dolorosa.
Según versiones oficiales, ella iba como parrillera en una motocicleta rumbo a su casa, en la cuarta etapa del barrio El Campestre, cuando un delincuente que también se desplazaba en moto intentó robarle el bolso. Al halarlo con violencia, provocó su caída. El golpe en la cabeza fue tan severo que, aunque alcanzó a llegar a su casa y luego fue trasladada a la Clínica Blas de Lezo, falleció cuatro días después, el 19 de junio, a las 7:30 p. m.
La muerte de Alix Valeria no es un hecho aislado. Es el síntoma de una ciudad donde la inseguridad, la precariedad en el transporte, y la desprotección de la ciudadanía, en especial de las mujeres jóvenes, cobran vidas con una alarmante normalidad. No es solo la pérdida de una vida valiosa; es el fracaso de un sistema que no garantiza lo más básico: el derecho a vivir y transitar con seguridad.
La Policía Metropolitana y el DATT hablan de un “accidente” en medio de un atraco, casi como si se tratara de un hecho fortuito. Pero no hay nada accidental en lo que ocurrió. Fue un homicidio propiciado por la inseguridad estructural, por la impunidad rampante, por la falta de políticas públicas que protejan a quienes madrugan, estudian, trabajan y sueñan.
La violencia que se esconde detrás de robos callejeros no solo se mide en celulares perdidos o bolsos arrebatados. También se mide en vidas truncadas, en familias destruidas, en proyectos que jamás se cumplirán. La familia de Alix Valeria, en su legítima indignación, denunció los hechos ante la Fiscalía por tentativa de homicidio y hurto, aunque la institucionalidad sigue manejando el caso con la frialdad burocrática que tan bien conoce este país.
Cartagena, como tantas otras ciudades de Colombia, ha normalizado las alertas rojas. El robo en moto, el parrillero armado, la falta de vigilancia en las madrugadas, el transporte informal… Todo es parte del paisaje urbano. Pero esta «normalidad» cobra vidas y lo seguirá haciendo mientras no haya una respuesta firme de las autoridades. No bastan los operativos simbólicos ni los pronunciamientos policiales. Se necesita prevención real, justicia pronta y reparación efectiva.
Alix Valeria estudiaba para transformar realidades. Como futura licenciada en Ciencias Sociales y Ambientales, su misión era formar conciencia crítica, sembrar esperanza, construir comunidad. ¿Qué dice de nuestra sociedad que quienes se dedican a educar estén tan expuestos a la violencia cotidiana?
La Universidad de Cartagena le rindió un sentido homenaje en redes sociales: “Lamentamos profundamente el fallecimiento de nuestra estudiante… Que su memoria permanezca viva entre quienes la conocimos.” Pero esto debe ir más allá del duelo simbólico. Recordar a Alix Valeria no puede limitarse a una publicación conmemorativa. Honrar su vida implica exigir justicia, repensar las políticas de seguridad urbana y garantizar que otras jóvenes no corran la misma suerte.