En Colombia, el peso de la sospecha es a menudo tan destructivo como una sentencia. Hoy, «Fico» Gutiérrez, alcalde de Medellín, lo sabe de primera mano. Es el blanco de señalamientos de exjefes de bandas criminales y narcotráfico como alias “Douglas” y alias “Pesebre”, quienes aseguran haber sido aliados suyos en campañas políticas y en sus gobiernos. Aunque las acusaciones carecen de sustento judicial, se convierten en titulares y en el centro de debates en redes sociales, socavando su imagen pública.
No es un hecho menor que esto ocurra en Medellín, una ciudad que se proyecta como ejemplo de transformación, pero que aún lucha contra profundas estructuras criminales. «Fico» Gutiérrez llegó al poder con la bandera de la seguridad y la mano firme, una herencia de su mentor Álvaro Uribe y de un sector de la derecha urbana que promueve la tolerancia cero contra el delito. Ser cuestionado por los mismos criminales a los que combate debilita su principal activo político: la legitimidad moral para liderar esa cruzada. La acusación de que ha podido gobernar gracias a estos actores mina la credibilidad de toda su gestión.
Cuando un líder que se ha construido como «el enemigo del crimen» es señalado por criminales, incluso por revancha o estrategia, una parte del electorado comienza a dudar. En la política local, esa duda vale más que cualquier operación policial exitosa.
Una segunda consecuencia es la polarización. «Fico» Gutiérrez es, quizás, la figura más visible de la oposición al presidente Gustavo Petro en Antioquia. Cada vez que critica la política de «Paz Total» o las reuniones del Gobierno con cabecillas en las cárceles, sus adversarios le responden recordando los señalamientos. Es un círculo vicioso: él critica el diálogo con delincuentes, los delincuentes lo señalan y sus opositores amplifican las acusaciones. De esta manera, la conversación pública se convierte en un campo de batalla donde la narrativa tiene más peso que la evidencia.
La tercera consecuencia es de carácter institucional. Aunque no haya procesos judiciales en su contra, la Fiscalía, la Procuraduría o la Contraloría podrían verse obligadas a abrir investigaciones preliminares. La política colombiana está llena de ejemplos en los que «indagaciones» se han usado como arma de desgaste. Para un alcalde, tener que rendir explicaciones ante los organismos de control de manera constante significa menos tiempo para gobernar y una mayor exposición mediática negativa.
A esto se suma un riesgo más tangible: su seguridad personal y la de su equipo. El propio «Fico» Gutiérrez ha denunciado amenazas de estructuras criminales por sus operativos. Las acusaciones, cuando se convierten en una narrativa dominante, pueden ser instrumentalizadas por estas mismas organizaciones para justificar hostigamientos o intimidaciones. En Medellín, donde las fronteras entre política, economía y criminalidad siguen siendo difusas, este factor no puede subestimarse.
Gutiérrez debe, con datos, demostrar los resultados de su política de seguridad tanto en su actual segundo mandato como en el primero, así como su distancia de cualquier estructura delictiva. También debe mostrar sus fortalezas, si las tiene, con la academia, los gremios y las organizaciones sociales, que pueden servir de contrapeso a la desinformación y a las campañas de desprestigio en su contra. La política colombiana demuestra que basta un solo titular sobre supuestos vínculos con mafias para hundir a un político. En un país marcado por los escándalos y la memoria corta, la reputación es un bien frágil.
Sin embargo, para «Fico», estos señalamientos también son una oportunidad. Si logra desactivar el rumor y mostrar resultados contundentes en la reducción de homicidios, el desmantelamiento de estructuras y programas sociales, podría salir fortalecido: el alcalde que resistió al hampa y a la difamación. Medellín, acostumbrada a renacer de sus crisis, necesita precisamente eso: un liderazgo capaz de navegar en medio de la tormenta sin ceder a las insinuaciones.
En el fondo, este episodio revela una pugna más profunda: la lucha por la narrativa de la seguridad en Colombia. Mientras el Gobierno nacional promueve la «Paz Total», Gutiérrez encarna la «mano dura». Los criminales, por su parte, han comprendido que en la era de las redes sociales pueden intervenir en la política no solo con balas, sino con narrativas. Y los ciudadanos, por su parte, quedan atrapados en la incertidumbre sobre quién dice la verdad y quién la manipula.
El reto para Federico Gutiérrez no es solo judicial ni mediático: es simbólico. Debe convencer de que sigue siendo el adversario frontal del crimen y no un aliado oculto. Si falla, perderá su mayor ventaja competitiva; si acierta, podría consolidarse como el referente de seguridad que proyecta. Por ahora, Medellín mira expectante y la política nacional toma nota.



