A Cartagena de Indias le tocó, en este periodo, un alcalde que parece más obsesionado con copiar el modelo de Barranquilla que en construir uno propio. Un mandatario que confunde desarrollo con maquillaje urbanístico, que mide la gestión en cemento y luces, pero no en dignidad humana. Dumek Turbay, más que gobernar, parece competir por ver quién imita mejor a Álex Char, el alcalde que transformó a Barranquilla a punta de infraestructura… pero dejando atrás a sus ciudadanos más pobres.
Barranquilla cerró 2024 con un 9.2% de pobreza extrema: uno de cada diez barranquilleros vive con menos de $240.000 al mes, sin poder comer tres veces al día. Ese modelo —presumido como éxito— es el que Cartagena decidió importar. El resultado: peor. Mucho peor. Mientras en Barranquilla el 9.2% vive en la pobreza más profunda, Cartagena alcanza el 13.2%, una cifra que representa 125.000 cartageneros en pobreza extrema, convirtiendo a la ciudad del “brillo y esplendor” —como la vende el Alcalde— en una de las capitales con mayor pobreza extrema del país.
Pero a Turbay, como dicen en la calle, “todo esto le resbala”. No le inquieta tampoco la pobreza monetaria que en 2024 golpeó al 41.1% de la población —unos 390.000 cartageneros que no ganan lo suficiente para cubrir la canasta básica. Casi medio millón de personas viviendo al filo, olvidadas, invisibles, excluidas.
El alcalde, sin embargo, pareciera tener prioridades muy distintas: complacer a los más ricos, celebrar con ellos, firmar contratos con quienes financiaron su campaña y presumir de estar “transformando la ciudad”. Y sí: hay obras. Y la gente lo dice: “este alcalde sí está haciendo cosas”. Pero la pregunta incómoda es esta: ¿Para quién?
La inversión distrital se está concentrando en proyectos vistosos, suntuosos, pensados para el turismo y los sectores privilegiados. Mientras tanto, la Cartagena real —la del Pozón, Nelson Mandela, Olaya Herrera, las faldas de La Popa— sigue enterrada en la pobreza y la desigualdad sin que nadie mire hacia allá.
¿De qué le sirve a un padre de familia que vive en la Popa que el alcalde invierta 200 mil millones de pesos en un Malecón del Mar con Rueda de la Fortuna y Mirador del Sol, cuando en su casa solo se come una vez al día? ¿De qué le sirven los miradores futuristas a quien no tiene agua, empleo ni ingresos suficientes para sobrevivir?
Ese modelo de gobierno —el de Barranquilla y ahora el de Cartagena— vende una ciudad de postal, pero esconde una ciudad de hambre. Es desarrollo para los ojos del turista, pero abandono para los más vulnerables. Es modernización sin humanidad. Urbanismo sin justicia social. Políticas públicas que brillan desde lejos, pero que, vistas de cerca, excluyen a quienes más necesitan ser incluidos.
Cartagena no necesita solo cemento: necesita dignidad. No necesita ruedas de la fortuna: necesita oportunidades. No necesita luces de colores: necesita que su gente deje de vivir en la oscuridad del olvido estatal. Y ningún modelo de ciudad puede llamarse exitoso si pisa a quienes deberían ser su razón de ser.



