Rindo tributo a Harvey Cushing, considerado el padre de la neurocirugía, quien ya en 1918 describió con precisión las características morfológicas de las lesiones craneales por heridas de arma de fuego. Cushing distinguió entre dos tipos principales de trauma: la herida acanalada, que provoca contusión local y extrusión cerebral inevitable; y la herida penetrante, cuya gravedad depende de múltiples factores, como la trayectoria del proyectil, su velocidad y el tipo de munición. Estas últimas pueden derivar en encefalitis o abscesos cerebrales, con una mortalidad cercana al 37%.
En términos médico-legales, la clasificación de las heridas se basa en la velocidad del proyectil: las de baja velocidad (250–450 m/s) y las de alta velocidad (superior a 450 m/s, típicas de armas largas). Es fundamental entender que, aunque el orificio de entrada suele ser proporcional al calibre del arma, el daño interno es significativamente mayor. Esto se debe a los residuos metálicos y óseos que, al actuar como proyectiles secundarios, agravan la lesión.
En Colombia, las cifras son alarmantes. Se reportan cerca de 14.000 homicidios al año, y hasta el 50% de las muertes por arma de fuego corresponden a traumas de guerra. La franja etaria más vulnerable está entre los 20 y 35 años. Esta situación configura un verdadero problema de salud pública, no solo por la alta mortalidad, sino también por los elevados costos médicos, de rehabilitación y reinserción laboral y social.
El país registra unas 560.000 armas con salvoconducto, y se estima que hay 1.240.000 armas en poder de organismos del Estado. Sin embargo, el dato más preocupante es que en total existen alrededor de 9 millones de armas en circulación en Colombia, responsables del 78% de los homicidios.
Desde el punto de vista fisiopatológico, el impacto de un proyectil desencadena una serie de mecanismos destructivos. El trauma provoca alteraciones en la barrera hematoencefálica, hipertensión endocraneana y, en muchos casos, un daño fatal al tallo cerebral. A esto se suma la conversión de energía cinética en energía hidráulica, lo que amplifica la onda de choque tanto en sentido lineal como rotacional. Luego se activa una cascada de efectos secundarios: edema vasogénico, hiperemia, trombosis, hipoxia e isquemia, seguidos por hematomas intracraneales, acumulación de radicales libres y un elevado riesgo de infección.
El manejo inicial de este tipo de heridas debe enfocarse en asegurar la vía aérea, estabilizar la circulación y reponer volumen. Recordemos que el daño causado por una bala se produce a través de tres mecanismos: el efecto de corte directo en el trayecto del proyectil, la cavitación (generada por el movimiento de la bala), y la onda expansiva que produce el impacto.
Las heridas por arma de fuego no son solo un fenómeno médico, sino un reflejo de nuestra crisis social. Mientras no se aborde integralmente el problema —desde la regulación hasta la prevención y la atención médica especializada— seguiremos enfrentando una epidemia de violencia con consecuencias humanas y económicas devastadoras.