El asesinato de Willy Pérez, líder comunal y campesino comprometido con el desarrollo social de las zonas rurales de Cartagena, no solo enluta a la comunidad de Pasacaballos y al barrio Olaya Herrera, sino que también se convierte en una nueva señal de alerta frente al desmoronamiento del discurso oficial sobre seguridad. Mientras las autoridades siguen vendiendo el “Plan Titán” como una estrategia eficaz, los hechos violentos continúan escalando sin tregua.

Pérez fue acribillado junto a tres perros a plena luz del día, en la vereda La Concordia, donde adelantaba programas agrícolas con campesinos y gestionaba ayudas para la población vulnerable. Era más que un líder: era el rostro visible de una esperanza construida a punta de esfuerzo, en medio del abandono estatal. Hoy, su muerte representa no solo una tragedia humana, sino también una profunda fractura institucional.
El llamado “Plan Titán”, presentado con bombos y platillos como una ofensiva integral contra la criminalidad en Cartagena, ha demostrado ser un espejismo. Las cifras de homicidios, robos, extorsiones y desapariciones siguen creciendo, mientras los ciudadanos, especialmente en las zonas periféricas y rurales, viven bajo la sombra del miedo. ¿Dónde están los resultados? ¿A quién protege realmente este plan?
Pasacaballos, Olaya, la Concordia y muchas otras comunidades viven en la Cartagena olvidada, esa donde los patrullajes son esporádicos, las cámaras de seguridad no existen, y la presencia institucional es solo una promesa que nunca se cumple. En ese vacío, crecen la impunidad, la violencia y el control territorial de estructuras ilegales.
Willy Pérez entendía esto. Por eso no esperó al Estado: él mismo gestionó con la UMATA, llevó jornadas de formación agrícola, organizó navidades comunitarias, enseñó a sembrar, a criar gallinas, a resistir desde la tierra. Fue un gestor de paz en un entorno adverso. Y por eso, probablemente, también lo mataron.
Pese a los anuncios de inversión y operativos, el “Plan Titán” no ha logrado reducir de forma sostenible los indicadores de violencia. La comunidad percibe una estrategia reactiva y desarticulada, que prioriza la espectacularidad sobre la prevención. El asesinato de líderes sociales como Willy —quien no tenía esquemas de protección ni respaldo del gobierno distrital— evidencia una dolorosa realidad: el Estado llega tarde, cuando llega.
Cartagena no puede seguir siendo una ciudad donde ser líder social es una sentencia de muerte. La seguridad no puede seguir midiéndose por el número de capturas mediáticas, sino por la garantía de vida, dignidad y protección en cada corregimiento y barrio popular.
La muerte de Willy Pérez debe dolernos como sociedad, pero también debe indignarnos como ciudadanos. No puede quedar en una cifra más ni en un pronunciamiento vacío. Urge revisar de manera urgente y profunda la eficacia del “Plan Titán”, repensar la política de seguridad pública en Cartagena, y garantizar una presencia integral del Estado, más allá de los patrullajes.
Hoy, la comunidad de La Concordia llora a uno de los pocos que creía en el trabajo colectivo. Que su sangre derramada no sea inútil. Que su legado se convierta en exigencia: más Estado, más justicia, más vida.