Cada 19 de julio, Colombia se viste de respeto, memoria y gratitud para rendir homenaje a sus hijos más valientes: hombres y mujeres del Ejército, la Armada, la Fuerza Aérea y la Policía Nacional que han entregado lo más preciado —su vida, su salud, su tranquilidad— por defender la soberanía, la democracia y la paz del país.
Esta fecha no fue elegida al azar. Fue establecida por la Ley 913 de 2004 como el “Día de los Héroes de la Nación y sus Familias”, con el propósito de reconocer de forma oficial, pero sobre todo sentida, el sacrificio de quienes han luchado —y siguen luchando— por la integridad del territorio nacional y el bienestar de todos los colombianos.
Esa ley dignifica a los caídos en combate, a los heridos en servicio y a los veteranos que hoy siguen sirviendo desde otras trincheras. Pero también, con igual justicia, honra a sus familias: madres, padres, esposas, hermanos, hijos e hijas que han sido parte silenciosa —pero fundamental— de este compromiso con la patria.
Hablar desde la condición de miembro de la Reserva Activa me permite hacerlo desde el corazón. He compartido filas con héroes anónimos que lo dieron todo sin pedir nada. Algunos no regresaron; otros volvieron distintos, con cicatrices visibles e invisibles. Pero todos, sin excepción, con la frente en alto, porque el deber cumplido pesa más que cualquier medalla.
Las historias de entrega no terminan en el campo de batalla. Se extienden a los hogares donde una madre espera con angustia, a las esposas que crían solas a sus hijos, a los niños que aprenden a vivir sin el abrazo de un padre o una madre. La familia del héroe también carga con las consecuencias del servicio, muchas veces en completo anonimato. Y es justo visibilizar ese dolor, esa espera, esa fortaleza.
Hoy, más que nunca, necesitamos recordarlos. Levantar la voz por quienes lo dieron todo, y que muchas veces son invisibilizados en medio de discursos politiqueros y narrativas sesgadas. No puede haber paz duradera ni justicia verdadera si olvidamos a quienes, con su sacrificio, nos dieron el derecho de hablar de país, de democracia, de libertad.
En Colombia hemos aprendido a convivir con el conflicto, pero eso no puede traducirse en indiferencia. Los caídos, los heridos, los veteranos y sus familias son parte esencial de nuestra historia reciente. Enfrentaron el terrorismo, el crimen y las amenazas internas y externas sin buscar aplausos, confiando únicamente en que su entrega no sería traicionada por la ingratitud.
“El soldado no reza por su vida, sino por la de aquellos a quienes protege”, decía con razón un viejo comandante. Esa es la esencia del servicio militar y policial en Colombia: una vocación en la que el yo se anula frente al nosotros, donde la patria está por encima del miedo, del dolor, incluso de la muerte.
Desde esta tribuna, como el soldado que fui, soy y seré hasta el último de mis días, elevo mi voz para honrar a todos mis hermanos de armas, en cada fuerza, en cada rincón del país. A los que siguen activos, a los que hoy forman parte de las Reservas, a los que fueron marcados o mutilados por la guerra, y a los que partieron dejando un vacío irreparable. Este homenaje también es para sus familias: para las viudas que lloran en silencio, para los huérfanos que han crecido entre el orgullo y la ausencia, para los padres que enterraron a sus hijos con lágrimas, pero también con el pecho lleno de honor.
Colombia les debe más que un minuto de silencio. Les debe memoria, respaldo, dignidad y un reconocimiento permanente. Las naciones que olvidan a sus héroes pierden el rumbo. Nosotros, quienes aún llevamos el uniforme en el alma, seguiremos insistiendo en mantener viva esa llama.
En este Día de los Héroes, recordemos con respeto, pero también con acciones concretas. Que los discursos se traduzcan en políticas, que la memoria no se diluya en el olvido, y que la gratitud no sea fugaz.
Porque los héroes no mueren: viven en cada bandera que ondea, en cada niño que estudia en libertad, en cada rincón del país donde aún palpita la esperanza. ¡Honor eterno a nuestros héroes!