En la consulta ginecológica, pocas cosas generan tanta frustración como el dolor pélvico crónico. Las pacientes llegan con ecografías normales, tratamientos que no funcionan y una frase que lo resume todo: “Doctora, me duele… y nadie encuentra por qué”.
Ese dolor invisible, que no se ve en imágenes ni se mide con cifras, es uno de los más desatendidos en la práctica médica. El dolor pélvico crónico se define como una molestia persistente en la parte baja del abdomen durante más de seis meses, y puede tener múltiples causas: endometriosis, adherencias, síndrome de congestión pélvica, trastornos musculares del suelo pélvico, infecciones recurrentes o alteraciones intestinales.
Pero muchas veces, incluso tras descartar todas esas causas, el dolor persiste. Hoy se sabe que, cuando el dolor se vuelve crónico, las vías neurológicas se alteran y el cerebro interpreta erróneamente los estímulos. Es ahí donde entra un factor que por años ha sido ignorado: la salud mental.
El cuerpo femenino tiene una memoria emocional profunda. Los músculos del suelo pélvico, por ejemplo, pueden tensarse inconscientemente ante el miedo, el estrés o experiencias pasadas de dolor. La ansiedad y la depresión, a su vez, amplifican la percepción del dolor mediante mecanismos neurológicos comprobados.
No es “todo psicológico”, como muchas mujeres escuchan con tristeza. El cerebro y el cuerpo están conectados de forma inseparable, y el dolor es una conversación entre ambos.
Muchas mujeres con dolor pélvico crónico viven atrapadas en un círculo vicioso: el dolor limita su vida sexual, social y laboral; la frustración y el aislamiento aumentan; y esas emociones, a su vez, intensifican el dolor. El resultado es una espiral que deteriora la calidad de vida y puede volverse incapacitante si no se aborda integralmente.
El problema no es solo médico, sino estructural. El sistema de salud muchas veces no está preparado para mirar más allá de los exámenes y los órganos reproductivos. Se ordenan ecografías, antiinflamatorios o anticonceptivos, y cuando nada funciona, la paciente termina rotando entre especialistas, con la sensación de que nadie le cree.
Muchas llegan llorando, cansadas, sintiéndose “difíciles” o “histéricas”. Pero lo que necesitan no es más medicación, sino un abordaje interdisciplinario que combine ginecología, fisioterapia de piso pélvico, psicología y psiquiatría.
El dolor pélvico no se trata solo con medicamentos ni cirugías: también se trata con empatía y escucha activa. Validar lo que siente la paciente y permitirle hablar del impacto emocional del dolor es, en sí mismo, parte del tratamiento.
Una mujer que convive durante años con el dolor carga además culpa, miedo, desconfianza en su cuerpo y un deterioro emocional progresivo. Escucharla sin juicios puede marcar la diferencia entre rendirse y sanar.
Como médicos, debemos dejar de separar lo físico de lo mental. El dolor no es una invención ni una exageración.
Hoy se reconoce el dolor pélvico crónico como una enfermedad en sí misma, no como un simple síntoma. Involucra hormonas, neurotransmisores, emociones y memoria corporal, y requiere un tratamiento integral.
Integrar la salud mental al manejo médico no “suaviza” la medicina: la humaniza y la hace más efectiva.
En la experiencia clínica, el acompañamiento terapéutico combinado con el manejo médico adecuado puede transformar vidas. No porque el dolor desaparezca mágicamente, sino porque la mujer aprende a entender su cuerpo desde otro lugar, con menos miedo y más compasión. Ese cambio emocional puede reducir la intensidad del dolor, mejorar el sueño, la sexualidad y la relación consigo misma.
El dolor pélvico crónico es una herida silenciosa, pero no invisible. Requiere ciencia, empatía y trabajo en equipo. Y, sobre todo, requiere dejar de decir “no encontramos nada” para empezar a decir: “Vamos a buscar juntos qué está pasando”.
Porque detrás de cada dolor persistente hay una historia, un cuerpo que pide atención y una mujer que merece ser escuchada.



