Juro que, aunque muchas veces había oído hablar de los palcos del Bando en Cartagena, nunca supe cuánto costaba realmente encaramarse en uno de ellos. Están ubicados a lo largo de la Avenida Santander, en plena línea costera del Mar Caribe, desde Las Tenazas hasta la entrada a Bocagrande. Y, por supuesto, permiten ver el desfile cómodamente y lejos de la “plebe”, como dirían en tiempos romanos.
Este año me interesé por entender el negocio, no por subirme al palco, sino por conocer quién los instala, quién los vende y cómo funciona esta dinámica que, en la práctica, separa al pueblo del espectáculo y reserva las mejores vistas para los “riquitos”.
Los 54 palcos, divididos en seis zonas, son instalados por la Alcaldía de Cartagena con recursos públicos, es decir, con el dinero de los impuestos que paga el mismo pueblo. Luego, la Alcaldía le “vende sectores” a particulares o empresas para que los exploten comercialmente: los revenden, ofrecen licor, música y servicios, o simplemente los disfrutan.
Pero lo que más sorprende son los precios. Según comentan, para 2025 han cuadruplicado su valor, llegando a costar hasta 400.000 pesos por persona por el simple derecho a ingresar. Los más “baratos” pueden estar en 250.000 pesos, catalogados como los palcos “perratas”.
Mientras los pudientes disfrutan del Bando desde arriba, sin que nadie los toque o moleste, gastan entre el 17% y el 28% de un salario mínimo en cuatro horas de fiesta. Abajo, pegado a las vallas metálicas, está la “perramenta”: el pueblo que se estruja buscando un buen puesto para ver a las reinas, las comparsas y las carrozas.
Y cuando termina el desfile, muchos de los que estuvieron entre la multitud quizá ya no tengan celular, cartera, dinero del transporte e incluso los zapatos, si eran de marca. Es la realidad de los eventos masivos en Cartagena: al final, “cada cual hablará de la fiesta según le haya ido en ella”.
Nos guste o no, los palcos en las Fiestas Novembrinas son una forma evidente de discriminación social. Dividen, separan y asignan privilegios dependiendo del estatus económico. Y lo más contradictorio: este modelo lo impulsa la misma Alcaldía, que permite y organiza la segmentación del espacio público con estructuras pagadas con dinero público.
Lo que debería ser un disfrute colectivo, igualitario y sin privilegios, termina convertido en un escenario estratificado, como en otras ciudades donde se ha replicado la misma lógica excluyente.
- Lo mismo ocurre en el Festival Náutico
Si quieres subirte al catamarán para ver a los artistas del Festival Náutico, debes pagar $700.000. Sí, hay una opción gratuita, pero es verlos a través de una pantalla gigante. Otra forma más de separar a quienes pueden pagar de quienes no.
Reflexión final | Si los palcos son financiados con los impuestos del pueblo, sus precios deberían ser, como mínimo, más accesibles para ese mismo pueblo. Las fiestas deberían unir, no dividir. Y mucho menos profundizar desigualdades con escenarios privilegiados construidos con recursos públicos.



