Esta columna va dirigida a todos aquellos que hoy mantienen una aspiración a ocupar la mayor dignidad del país y que hacen parte de lo que muchos llaman centro y derecha en Colombia, pero que en realidad más parecen jefes de debate de la izquierda.
Nuestro país no necesita otro discurso altisonante, ni un nuevo mesías que prometa lo que después no podrá cumplir. Lo que Colombia exige hoy es absoluta sensatez, coherencia y humildad de aquellos que se autoproclaman defensores de los valores tradicionales, de la libertad económica y del orden institucional. Pero lo que estamos viendo, lamentablemente, es todo lo contrario: una derecha cada vez más fragmentada, egocéntrica, cargada de personalismos y protagonismos absurdos que solo están abonando el terreno para que la izquierda siga cómodamente instalada en el poder.
El panorama es tan claro como preocupante. Mientras el país se hunde entre la inseguridad, la pérdida de confianza institucional y una economía al borde del colapso, los líderes de la derecha parecen estar enfrascados en una guerra de vanidades. Abelardo De La Espriella, con su verbo filoso y su estrategia mediática, parece más interesado en convertirse en una figura polémica que en un líder que una; hoy es uno de los más accionados. Vicky Dávila, desde su posición de periodista combativa, ha pasado a ser parte activa del debate político, más desde la confrontación personal y mediática que desde la construcción de un consenso real (no entiendo en qué momento perdió el norte).
David Luna, Paloma Valencia, María Fernanda Cabal y Miguel Uribe, cada uno con su propio discurso y con ideas válidas, pero con una nula capacidad de encontrar puntos de coincidencia. Parecen olvidar que este país no resiste otro gobierno populista disfrazado de “paz total” ni más improvisación económica. Sin embargo, con su comportamiento, parecieran estar trabajando (sin quererlo o quizás sin entenderlo) para garantizarle un segundo aire a ese proyecto que tanto critican.
Y qué decir del general (r) Gustavo Matamoros, del exdirector del DANE, del exdirector de la DIAN o del exministro de Hacienda: figuras con preparación, con credibilidad técnica, pero atrapadas también en esa competencia de egos. Todos creen tener la fórmula perfecta para salvar al país, pero ninguno se ha detenido a mirar a su alrededor y ver a la Colombia real: la que madruga, la que trabaja, la que no vive de encuestas ni de cámaras, la que sufre por un mercado caro, por la inseguridad en las calles y por la falta de oportunidades.
El pasado 28 de octubre apareció otra figura en el tablero: Juan Carlos Pinzón Bueno, ex viceministro, ministro de Defensa y exembajador ante los Estados Unidos. No es un desconocido: llegó pisando duro, con un lenguaje más moderado (la experiencia no se improvisa) y directo a los primeros lugares de la competencia. Eso parece ser el motivo de los ataques de los otros competidores por el gran premio que se llama Presidencia.
Los anteriores y otros, como algunos delfines de la política, que aunque algo conocidos no merecen siquiera nombrarlos, ya pelean hasta con los dientes creyendo que la imagen de su padre asesinado es motivo y causa para merecer la presidencia. Lo dijo Rodolfo Hernández (q.e.p.d): “Re locos, papi, re locos”.
Ya es hora de decirlo con claridad: la derecha en Colombia no perderá por falta de ideas, sino por exceso de soberbia. Mientras la izquierda se organiza, en silencio, pero de manera descarada reparte cargos (también mucha plata de nuestros impuestos) y consolida su narrativa, la derecha se atomiza entre entrevistas, debates y publicaciones en redes sociales. No han entendido que aquí no se trata de ganar seguidores, sino de rescatar la confianza del pueblo colombiano.
Colombia no está para más polémicas ni para liderazgos inflados. Estamos cansados de políticos que creen que el país es su escenario personal, que ven la política como un campo de batalla para demostrar quién grita más fuerte. Este país está dolido, cansado, fracturado. Y mientras tanto, el actual presidente gobierna por WhatsApp, hace política por X y convierte las tragedias del país en oportunidades de discurso. Si eso no es motivo suficiente para que la oposición se una, entonces estamos perdidos.
El llamado es claro: dejen a un lado los intereses personales. Bájense de los egos. Miren hacia los campos donde el campesino ha tenido que vender sus animales por miedo a la extorsión; miren a los jóvenes sin oportunidades que se van del país buscando un futuro; miren a los policías y soldados que, mientras ustedes discuten por micrófonos, ponen su vida para que este país no se derrumbe del todo.
El 2026 no será un año electoral cualquiera. Será el momento en que los colombianos pondrán a prueba la coherencia de quienes dicen amar a la patria. No se trata solo de ganar una elección: se trata de definir el rumbo del país. Y si la derecha llega dividida, si continúa con sus pequeñas guerras internas y sus discursos de soberbia, serán ustedes, señores candidatos, los únicos responsables de entregarle de nuevo el poder a una izquierda que ha demostrado su incapacidad para gobernar.
Este mensaje no es de odio ni de resentimiento. Es un llamado honesto, desde la voz de un ciudadano que ama a su país y que ve con tristeza cómo se desperdicia una oportunidad histórica. Colombia no necesita más caudillos ni más salvadores de ocasión. Necesita estadistas. Necesita líderes que escuchen, que construyan, que unan.
La historia será implacable con quienes, pudiendo cambiar el rumbo, prefirieron alimentar su vanidad. La derecha tiene la oportunidad (quizá la última) de demostrar que puede actuar con madurez política, con altura, con patriotismo. Si no lo hace, no habrá enemigo externo que culpar. Serán ustedes mismos los responsables de su derrota porque el verdadero enemigo de la derecha no está en la izquierda. Está en su propio espejo. No repitan el error de quien tanto critican.



