Hay gestos que revelan más que cualquier discurso. Gustavo Petro lo demuestra con frecuencia: convierte cada escenario público en un acto de autosuficiencia, un monólogo de superioridad moral… aunque esa es precisamente la virtud que menos exhibe. Su más reciente episodio —el momento en que ordena a un general sentarse porque “está ante su comandante supremo”— no es un hecho aislado: es la confirmación de un patrón que incomoda, divide y erosiona la relación del presidente con la Fuerza Pública.
El video que circula por todo el país muestra una escena casi teatral:
- un público gritándole,
- un general intentando acercarse,
- y Petro, con tono socarrón, soltando la frase que ya es tendencia nacional.
Si el sarcasmo fuera una virtud de liderazgo, estaríamos frente a un estadista excepcional. Pero no lo es. Lo que vimos fue una demostración innecesaria de poder que dejó a un oficial uniformado en una posición incómoda, casi humillante.
La reacción ciudadana no tardó. Cualquier colombiano entiende que el uniforme merece respeto, no por capricho, sino porque encarna vidas dedicadas al servicio público. Sin embargo, el presidente —quien suele confundir autoridad con arrogancia— volvió a protagonizar un espectáculo que debilita la institucionalidad.
En otro fragmento, un miembro de la Fuerza Pública aparece entregándole un pequeño vaso al mandatario. Un gesto aparentemente trivial, pero simbólicamente devastador: muestra al uniformado como un asistente personal, reforzando esa tendencia presidencial a instrumentalizar a las instituciones para alimentar su narrativa política.
El hecho no es aislado. Forma parte de una relación deteriorada que el propio presidente ha alimentado:
- omisión de protocolos militares,
- desplantes en ceremonias oficiales,
- minimización del sacrificio de soldados y policías,
- frialdad frente a atentados que cobraron vidas,
- críticas generalizadas a la institución,
- preferencia por exaltar actores armados ilegales antes que reconocer a quienes defienden al Estado.
Cuando afirmó que las Fuerzas estaban “llenas de vicios”, o cuando insinuó que parte de sus miembros actuaban como “enemigos del pueblo”, quedó claro que existe una desconfianza profunda. Esa brecha —cada vez mayor— es peligrosa para la estabilidad institucional.
Constitucionalmente, Gustavo Petro es el comandante supremo de las Fuerzas Militares. Nadie discute eso. Lo que se discute es su legitimidad moral para ejercer ese liderazgo. El mando se construye con coherencia, respeto y ejemplo, no con frases altisonantes ni gestos altivos. Petro lo ha desperdiciado con la misma facilidad con la que improvisa discursos en plazas públicas. Lo que está en juego: la confianza en el Estado
Amplios sectores han advertido que estos episodios no son simples roces de estilo: son síntomas de un gobierno que no comprende el valor de la Fuerza Pública y que no logra generar cohesión institucional. Por eso no sorprende que muchos pidan que estos hechos se cobren en las urnas. Las Fuerzas no son de izquierda ni de derecha: son del Estado. Y un presidente que no honra ese principio deteriora la confianza nacional.
La Fuerza Pública no necesita un comandante supremo que convierta cada acto en un espectáculo personal, sino un líder capaz de comprender su sacrificio y rol en la democracia. El video de Petro no es solo un momento desafortunado: es el reflejo de una relación fracturada que él mismo ha creado.
En política, como en la vida, hay títulos que se ostentan y títulos que se honran. Petro ostenta el de comandante supremo, sí. Pero hace mucho dejó de honrarlo. Y eso, tarde o temprano, lo juzgará la historia… y también las urnas.



