Sentada bajo un frondoso guayabo, María tejía sus recuerdos que vendía por cualquier precio en la tienda de Fortunato. Lo hacía, para pasar el tiempo. Amaba su oficio porque las historias que confiaba a sus tejidos, jamás andarían de boca en boca.
Se deleitaba, cuando los veía partir sobre cualquier cuerpo o puestos encima de cualquier cama. Sus tejidos llegaron a ser tan famosos, que el pueblo se hizo famoso por ellos. No les ponía precio, no entendía las matemáticas ni las quería entender. Era feliz tejiendo. Sus labios dibujaban siempre una sonrisa y en su mirada llevaba prendida la ilusión. Don Fortunato, como quedó llamándose el cura párroco, era su principal promotor.
Mientras tejía y tejía sus confesiones con hilo blanco para una colcha que el cura párroco le había encargado, María revivió como nunca el pasado, deleitándose con sus recuerdos. Los podía ver, tocar, oler, sentir en su piel y trasmitir a través del encantamiento de su aguja, que los imprimiría para siempre en su amado tejido. Su voz salía amorosa y sus manos hilaban e hilaban con pasión.
“Era él — empezó María su confidencia—, el médico más atractivo que jamás había pisado esta tierra y enamorado de mí, desde que me vio por primera vez bajar las escaleras de casa de mis padres.
Su piel canela contrastaba con el color de sus ojos grandes y azules. Cupido fue tan agudo, que aún vive en mí su corazón. Cuando se descubrieron nuestros latidos, fue imposible despojarnos de la atracción tan intensa que en ningún tiempo habíamos sentido. Unas mariposas irreales y morbosas aletearon en nuestro interior, despertando sueños que trastornaron la tranquilidad rutinaria de nuestra vida, haciéndonos olvidar que los sueños son eso, sueños.
Esas ilusiones amiga, eran el alimento con que nutríamos los momentos de amor, elevándolos a mundos esperanzadores y seguros para el futuro «Que novelera fui» ¿Cómo pude intentar competir con Dios? Si… no estoy loca, olvide que él era médico, pero también cura.
Como el oficio religioso era los domingos, el resto de la semana, Fortunato ocupaba su tiempo recorriendo las veredas para visitar enfermos. Montado en su yegua, llegaba a cualquier rincón. Daba la absolución si era el caso, o prescribía al paciente.
De más está decirte, que pronto cubrirás su cama y sentirás sus manos y su cuerpo. A ti, confieso todos los secretos de este amor que un día se cansó del peso de miles de proyectos que debilitaron los sueños y nuestro ímpetu. No pudimos continuar alimentando de poesía nuestros momentos. Cualquier día, Las mariposas revolotearon alrededor de su verdadera vocación.
Mi tristeza, se refugió en este oficio que calma mis deseos aún vivos. La pasión silenciosa que tanto daño nos hizo, está presente aún en cada lugar de esta casa. Todos los días viene a verme y compartimos los recuerdos con la fogosidad que aún nos queda.
Jamás me casé y él se hizo eterno en este pueblo. Te estoy entregando a ti mi secreto y a él satisfacción. En cada una de tus puntadas, va marcada la huella de éste gigantesco e indestructible amor. María, abrazó a Fortunato y alejando la melancolía, dejó la mecedora: Iba a entregarle sus remenbranzas.