Cartagena de Indias no está en emergencia: está en guerra. Una guerra silenciosa, cobarde, desigual. La ciudad de las murallas se ha convertido en un cementerio a cielo abierto, y los nombres de las víctimas —la mayoría jóvenes— se acumulan como cifras frías en los despachos donde reina la indiferencia institucional.
En menos de 24 horas, dos nuevas tragedias sacudieron los barrios populares: en Boston, un joven de 25 años fue asesinado a cuchillo por cruzar una de esas malditas “fronteras invisibles” que dividen territorios de pandillas. En La Candelaria, un menor de edad fue impactado por una bala en la cabeza en medio de otra riña. Hoy lucha por su vida en una UCI. Mientras tanto, el Distrito brilla por su ausencia.
Y estos no son casos aislados. Son parte de una oleada criminal desbordada que no da tregua. Desde el 1 de junio hasta hoy, Cartagena ha registrado al menos seis casos graves por riñas, con armas blancas y de fuego, muchos con menores de edad involucrados. Pero si a eso le sumamos los crímenes por sicariato, la situación es aún más alarmante.
¿Dónde está el cacareado “Plan Titán”? Presentado con bombos y platillos por el alcalde Dumek Turbay, prometía “mano firme”, presencia institucional, control de pandillas, seguridad para los barrios. Pero la realidad es otra: el plan naufraga. Cartagena se desangra y nadie responde.
Mientras el Distrito anuncia con orgullo la pavimentación de más de 35 kilómetros de calles, en las esquinas siguen muriendo jóvenes sin oportunidades, asesinados por otras víctimas del mismo abandono. Porque aquí no hay inversión social, ni programas sostenibles de resocialización, ni oportunidades reales para una generación atrapada entre la pobreza, las drogas y la violencia.
Los líderes comunitarios no lo dudan: “cuando llueve, se matan”, dicen en Boston, donde los enfrentamientos entre pandillas se han vuelto rutina. Ya no hay parques seguros ni rutas escolares tranquilas. “Aquí el miedo se respira. Y la policía no llega, o llega tarde, o se va rápido”, afirma una madre que perdió a su hijo de 17 años el mes pasado.
Cartagena no necesita más cemento. Necesita humanidad. Necesita un gobierno que deje de esconderse tras conferencias de prensa, farándula y estadísticas frías. Necesita acción real, urgente, decidida. Necesita que el alcalde mire a los ojos de las madres que entierran a sus hijos y les diga por qué su “Plan Titán” es hoy sinónimo de fracaso.
Mientras tanto, los muertos siguen sumándose. Las lágrimas no se secan. El miedo avanza. Y Cartagena de Indias, la joya turística del Caribe, se hunde entre la sangre, el luto y el dolor.