Cartagena de Indias, capital del departamento de Bolívar, atraviesa uno de los momentos más críticos de seguridad de la última década: más de 260 asesinatos selectivos en lo que va del 2025 un fenómeno que no solo refleja la fuerza del narcotráfico en la ciudad, sino también la falta de resultados estructurales por parte de la Policía Metropolitana.
La realidad supera cualquier discurso oficial. Aunque las autoridades intentan mostrar avances, las cifras son demoledoras. En 2021 se registraron 71 asesinatos por sicariato, cifra que se disparó a 224 en 2022. El 2023 cerró con 239 casos, y en 2024 se alcanzó un nuevo récord: 264 ejecuciones por encargo. En 2025, a corte del 23 de septiembre, ya se contabilizan 260 homicidios, apenas 31 menos que el año anterior, lo que demuestra que la violencia letal no se ha contenido realmente.
El sicariato en Cartagena no es un hecho aislado ni una simple cifra más de la criminalidad urbana: es la cara más visible de la disputa sangrienta entre el Clan del Golfo y Salsa Nueva Generación, estructuras que se enfrentan por el control del tráfico local de drogas, la extorsión y las rentas ilegales.
Desde 2022, más del 60% de los homicidios en la ciudad están vinculados directamente a estas organizaciones criminales. El fenómeno se agravó cuando bandas locales aprendieron las rutas y métodos del Clan del Golfo y decidieron operar por cuenta propia. De esa fractura nació “La Heroica”, y tras su desarticulación parcial surgió Salsa Nueva Generación, hoy protagonista de una guerra urbana que no da tregua.
Pese a que el 63% del territorio urbano no reporta acciones sicariales, la violencia se concentra en zonas estratégicas para el narcomenudeo, donde la vida humana vale menos que un gramo de cocaína.
Las autoridades aseguran que la ofensiva contra el crimen avanza. Según la Policía, en lo corrido del 2025 se han realizado 4.420 capturas, entre ellas 73 homicidas y 82 sicarios. También reportan la incautación de más de 20.000 armas blancas y 600 armas de fuego, y 2.044 capturas por tráfico de estupefacientes.
Sin embargo, los resultados no se traducen en seguridad real. La cifra de asesinatos no baja, los grupos criminales se reconfiguran con facilidad y la percepción ciudadana es que Cartagena sigue secuestrada por el miedo. Las estrategias se enfocan en operativos, controles y capturas, pero no atacan las raíces del problema: el reclutamiento de jóvenes, la falta de oportunidades y la débil presencia estatal en los barrios más vulnerables.
El impacto del sicariato va más allá de las estadísticas policiales. Su efecto en la economía local, la inversión y la confianza ciudadana es devastador. Comerciantes han cerrado sus negocios por extorsiones, familias han abandonado sus barrios y la percepción de inseguridad supera el 70%, según estudios recientes.
Además, el fenómeno erosiona el tejido social: jóvenes reclutados desde los 13 años se convierten en sicarios por menos de 500.000 pesos, y comunidades enteras viven bajo el control de estructuras armadas que imponen su propia “ley”.
La violencia homicida no se resolverá con ruedas de prensa ni con cifras maquilladas. Cartagena necesita una estrategia integral y sostenida que combine inteligencia criminal avanzada, cooperación judicial, inversión social, control territorial y prevención desde la infancia.
Mientras la Policía insista en medir el éxito por el número de capturas y no por la reducción efectiva del delito, el sicariato seguirá siendo el síntoma de un Estado que no logra recuperar el control de sus calles.