Cuando el poder político se convierte a sí mismo en un espectáculo superficial, tampoco permite que los ciudadanos puedan entender la raíz de los problemas.
El alcalde de Cartagena, William Dau, se levantó de una sesión extraordinaria del Concejo de esa ciudad con una frase que ha causado mucha polémica: “Yo los culpo a ustedes, maricas, hijueputas”. Refiriéndose a los concejales que le han hecho una férrea oposición y los cuales, es cierto, tienen lazos con los clanes que han tenido al puerto turístico hundido en la miseria y la corrupción, los tildó de “truhanes” y les dijo: “Ustedes son los culpables de la situación que está pasando”. Más allá de las acusaciones de fondo, la atención nacional sobre lo ocurrido se ha centrado en una pregunta interesante por todo lo que oculta: ¿tiene derecho un funcionario a insultar a quienes, en democracia, no comparten sus proyectos?
La fiscalización del tono es una de las tradiciones más vergonzosas de la cultura colombiana (y global, pero concentrémonos en nuestro país). La lógica es sencilla y muy eficiente: al instaurar un estándar sobre el “comportamiento adecuado”, en este caso el lenguaje, muchas veces quienes detentan el poder social, económico y político estigmatizan a sus críticos por utilizar palabras soeces, o por emplear un tono iracundo, o por cualquier excusa formal que encuentran. El mensaje es siempre el mismo: críticas sí, pero no así.
En la práctica, es muy eficiente concentrarse en el cómo se expresa el otro pues cierra las discusiones de fondo. Si un debate se desgasta en la palabra que alguien usó, en la agresividad de su intervención, por ejemplo, no queda tiempo (ni capacidad de atención por parte de la audiencia) para estudiar lo que se dijo. Es una estrategia útil para trivializar los motivos profundos que llevan a que alguien grite en frustración. Asimilamos lo soez con la irracionalidad y descalificamos al interlocutor.
Ahora, sentimos que el debate no se agota en esa percepción. Todo acto político, más cuando viene de una posición con poder y legitimidad como la de un alcalde, tiene consecuencias. Al utilizar groserías para referirse a la oposición, Dau les está haciendo juego a cientos de populistas en todo el mundo que utilizan la misma estrategia. El resultado es nefasto porque, por un lado, estigmatiza a quienes están en la otra orilla ideológica, creando la narrativa maniquea, facilista y siempre peligrosa del “ellos contra nosotros”. Ellos, los malos, los “hijueputas”, nosotros, los buenos, los salvadores, los que decimos las cosas sin tapujos. El tufillo mesiánico, con visos de autoritarismo, tiene el potencial de dañar incluso las buenas intenciones que el alcalde pueda tener.
Lo otro es que es un discurso muy efectivo. En este mundo de desconfianza y caos, Donald Trump, Nayib Bukele, Jair Bolsonaro y tantos otros utilizan un lenguaje burdo, simple, para dar la sensación de cercanía. “Es que ellos sí dicen las cosas como son”, es el objetivo de sus comunicaciones. Pero esa es otra manera de evitar los debates de fondo: cuando el poder político se convierte a sí mismo en un show, un espectáculo superficial, tampoco permite que los ciudadanos puedan entender la raíz de los problemas. La noticia es la sinceridad del alcalde, la canallada de sus opositores, y no la degradación de las instituciones. La expectativa se convierte en que la Alcaldía entretenga, despierte ánimos caldeados, no que gobierne, genere legitimidad y respeto. ¿Eso es lo que al final busca la cruzada contra la corrupción de Dau? Ojalá que no.