«De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban». Así pues, la Iglesia nació de un «soplo». Como Adán. Nació el día en que un grupo de personas paralizadoS por el miedo, atrincherados en una casa con las puertas cerradas para defenderse del mundo exterior, fueron embestidos por una ráfaga de «viento recio». Y esta Iglesia se hizo conocer por los cuatro costados del Imperio Romano, cuando todas aquellas personas se sintieron lanzadas por el viento fuera de la casa, y empezaron a hablar a hablar en un lenguaje comprensible para todos: el lenguaje del amor.
En Pentecostés celebramos el nacimiento de una Iglesia que no se está quieta, ni a la defensiva, ni siquiera protegida, sino que es caminante, que sale al encuentro de las gentes. El Espíritu siempre nos cuestiona y nos desequilibra: «¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?» ¿Qué hacéis ahí atrapados durante horas por la televisión, a las páginas sociales, al wifi o con los mil mensajitos del móvil? ¿Qué hacéis ahí repitiendo las mismas cosas de siempre, y en los mismos lugares de siempre? ¿Qué hacéis ahí sentados en el despacho parroquial, en vuestras sacristías, al sedentarización de vuestros grupos pastorales o de oración? ¿Qué hacéis ahí repitiendo las mismas canciones, los mismos rezos, los mismos programas, lo mismo de siempre?
Una Iglesia sentada, al resguardo, preocupada por que todo esté en orden, y que se comunica con el exterior por medio de «documentos» y «comunicados», denuncias y toques de atención es una Iglesia sin Pentecostés, sin Espíritu Santo.
La gente acudió por el «ruido» provocado por el Espíritu, por lo que les pasa a los discípulos cuando el viento los descoloca y transforma, y no ciertamente atraída por el rumor de las discusiones internas, los planes pastorales, los documentos, las campañas y las declaraciones solemnes.
El viento, cuando sopla, provoca desorden, se lleva los papeles junto con todo lo que está seco, caído, sin vida. ¿Recordáis al Papa Juan XXIII, cuando una buena mañana abrió de par en par las puertas y ventanas de la Iglesia para que se ventilara (Concilio Vaticano II)? Algunos se cogieron un buen catarro, les sentó muy mal esa iniciativa. Y aún no se les ha pasado.
Por eso el Espíritu es el mejor antídoto contra el complejo de ostra. Las ostras se agarran fuertemente a la roca. Quieren estar seguras, para poder aguantar las embestidas del mar. El «complejo de ostra» es el de aquellos que están siempre añorando tiempos pasados. Son los que están más obsesionados por reunirse, que por salir a los caminos y hablar el lenguaje de los hombres.
Tienen “complejo de ostra” los que confunden la Comunidad con un nido, e incluso con una trinchera. Ya se dice en el lenguaje popular que «esto es más aburrido que una ostra». Porque las ostras no saben de riesgos, de novedad, de fantasía. Para las ostras, «todo tiene que ser como siempre». Tienen una alergia enorme a los cambios. Y si, encima, la poca agua que les llega está contaminada, desoxigenada, estancada… acaban oliendo ellas mismas a podrido, a rancio. Siempre hay dentro de la Iglesia algunos muy pendientes de sofocar todo rescoldo, toda brasa, toda iniciativa, todo lo que pueda ser peligroso e incontrolable, todo lo que suene a carismático, todo lo que pueda ser peligrosamente contagioso.
Uno de los frutos del Espíritu es saber captar el lenguaje del otro, saber escucharle, comprenderle, y desde ahí, hacernos entender. Así puede decirle a cada hombre lo que necesita y debe escuchar. Consiente que cada persona sea como es, sin intentar hacerla en serie, etiquetarla, pasarla por el aro, cambiarle las ideas, o provocar sentimientos de culpa. El lenguaje de la Iglesia animado por el Espíritu es el que habla al corazón del hombre. Un lenguaje universal, que todos entienden, porque todos entienden del amor, de la vida, de la reconciliación, de la fraternidad.