Cuando el sol se hundió dulcemente en las aguas del río Magdalena, el cielo se volvió de un naranja antiguo, como si Dios mismo hubiera sacado su pincel para pintar la víspera de un milagro. Mompox, ese pueblo donde el tiempo no pasa sino que se queda dormido en las esquinas, empezó a latir más rápido, como si algo o alguien hubiera susurrado al oído de sus calles coloniales que la historia estaba por reescribirse.
No era una noche cualquiera. Los niños con cometas de luz en los ojos, los ancianos que recordaban embarcaciones desaparecidas hace décadas, los turistas hechizados por la nostalgia y hasta los pájaros que se posaban curiosos en las ramas más altas, parecían convocados por un encantamiento compartido. Todos esperaban.
Y entonces, como salido de una leyenda que cruzó el río en un sueño, apareció el crucero AmaMagdalena. Una criatura majestuosa de 225 pies de largo y 42,6 metros de ancho, con 32 habitaciones resplandecientes y 30 marineros que, según cuentan, sabían leer las corrientes del agua como si fueran versos. Su llegada fue recibida con fuegos artificiales que no solo iluminaron el cielo, sino también los recuerdos de quienes alguna vez vieron nacer a Mompox entre vapores, campanas y letanías.
—Hace como 64 años que no veíamos un barco de esta magnitud —dijo una mujer con el alma bordada de lágrimas—. Esta noche los muertos también bajaron del cementerio para mirar.
El gobernador de Bolívar, Yamil Arana Padauí, vestido con camisa verde como si quisiera vestir el color de la esperanza y una sonrisa de padre orgulloso, pronunció palabras que el viento repitió por todas las calles: “Este crucero marca un antes y un después en la historia de Mompox y Bolívar. Hoy, nuestro departamento entra en el mapa mundial del turismo fluvial”.
Fue un mensaje corto, pero con el peso de lo irreversible. De esos que, con el tiempo, se repiten en los libros de historia y en las conversaciones de los viejos en la plaza.
Y así fue como Mompox, suspendida durante décadas en el delgado hilo de los recuerdos, despertó como los pueblos de los cuentos que regresan a la vida con un beso o con un barco. Porque el AmaMagdalena no es solo un crucero de lujo, sino una embajada flotante del futuro, que recorre el Canal del Dique y toca almas en Gambote, Palenque, Calamar y Magangué, sembrando promesas de desarrollo donde antes crecían olvidos.
En sus calles empedradas, los gatos dejaron de dormir, las campanas repicaron sin que nadie las tocara, y las flores abrieron sus pétalos en la noche. Porque Mompox volvió a creer. En sí misma. En su belleza. En su magia.
El turismo fluvial no es solo una apuesta económica. Es una forma de reconciliar a los pueblos con sus ríos, de volver a contar sus historias en lenguas extranjeras y de recordarle al mundo que este pedazo de Colombia no necesita inventar nada: basta con contar lo que es.
Y mientras el crucero se detiene en su primer anochecer momposino, y los pasajeros brindan con vino en cubierta, el pueblo sueña despierto, sabiendo que esta vez el viaje no será solo de ida. Porque los sueños que navegan por el Magdalena siempre regresan.