En el Pacífico colombiano, donde las aguas del Naya hablan en voz baja con los árboles y las mariposas siguen a los niños como si fueran cometas, ocurrió algo que todavía hoy no terminan de contar las abuelas un acto de verdadera solidaridad. Una travesía de médicos que curaban con las manos y marinos que no disparaban, sino que abrazaban, la llamaron “Navegando al Corazón del Pacífico”, pero en Agua Manza, El Trueno y La Primavera, la nombraron de otro modo: la jornada en la que el río trajo alivio. Porque una patrullera de acero y sueños —la ARC “Jorge Moreno Salazar”— se deslizó por 168 millas náuticas como si no tuviera peso, como si los motores fueran impulsados por los mismos espíritus del río.
Las aguas despertaron cantando distinto. No era marea ni corriente: era esperanza. Desde Agua Manza hasta San Pedro de Naya, pasando por El Trueno, La Primavera, Punta Ají y Puerto Merizalde, el eco de un rumor dulce se deslizaba por los caños: «Vienen bajando con ayuda…».
En su interior no viajaban soldados en pie de guerra, sino hombres y mujeres vestidos de blanco, armados de estetoscopios, jeringas y palabras dulces. Junto a ellos, un batallón de voluntarios con sonrisas en el pecho y bolsillos llenos de juguetes, medicinas, cepillos de dientes, monturas mágicas que devolvían la vista, y libretas que olían a futuro.
Dicen en Punta Ají que el primer niño que fue atendido no lloró, sino que lanzó una carcajada que hizo brincar a los peces. En San Pedro de Naya, una mujer que había olvidado su nombre lo recordó cuando una doctora le tomó las manos. En Puerto Merizalde, donde atracó la patrullera por tres días, los medicamentos sabían a mango y los lentes parecían traer no solo visión, sino memorias.
Y no era solo salud lo que traían. Era cariño envuelto en donaciones. Eran alimentos, ropa, juegos y cuentos. Un niño juró que una voluntaria traía el olor de su madre que partió hace años. Una anciana dijo que el psicólogo que la escuchó tenía los ojos del Cristo que ella le reza. En cada comunidad, el río dejó de ser límite y se convirtió en camino.
Bajo el cielo húmedo de la selva, entre orquídeas salvajes y palmeras que parecían saludar, la campaña se tejió con manos de muchos: la Armada de Colombia, la Gobernación del Valle, la Alcaldía de Buenaventura, fundaciones con nombres largos y corazones más largos aún, un hospital que curaba con fe, y empresas que por un instante olvidaron sus balances para pensar en sonrisas.
Durante la ceremonia de clausura, el Teniente Coronel Luis Alfonso Cuero Arizabaleta —hombre de palabras firmes y alma marinera— dijo con voz emocionada que se había cumplido la misión: llevar seguridad, sí, pero también esperanza. Y es que en este rincón del mundo, la seguridad se mide en abrazos, no en armas.
Desde entonces, algunos dicen que el río Naya fluye más suave, como si lo hubieran sanado también a él. Que las noches son más frescas y los amaneceres más cantarines. Y que, en las casas de madera sobre pilotes, hay niños que siguen dibujando la patrullera con alas.
Porque aquel viaje no fue solo una campaña: fue un acto de magia real. Una señal de que, incluso en los territorios más golpeados, la bondad puede navegar sin miedo… y llegar al corazón.
Y así fue. A bordo de un buque que parecía arrancado de un sueño, llegaron médicos, marinos y voluntarios con las manos llenas de alivio. Tocaron tierra y, sin pedir permiso, se metieron en el corazón de 4.120 vidas que habitan esos rincones olvidados del Pacífico. No traían promesas, traían soluciones. Y en cada comunidad, la jornada se sintió como una fiesta de dignidad.