En el Instituto Técnico San Rafael de Manizales, Caldas, hay una luz que brilla con fuerza en los pasillos del grado transición. Esa luz tiene nombre propio: Maritzabel Villarraga Quiroga, una educadora que ha hecho del amor por los niños y la enseñanza su forma de vida.
Desde muy joven, supo que su lugar estaba entre risas infantiles, crayones de colores y pequeños corazones dispuestos a aprender. Su vocación nació del alma, de esa conexión mágica que sintió con la niñez, y que la impulsó a elegir la educación infantil no como una carrera, sino como un propósito.
En 2005, en medio del proceso de transición del Instituto San Rafael de semi privado a privado, Maritzabel llegó al colegio con la ilusión intacta y una entrega que no ha menguado en 19 años. Desde entonces, ha sido la guardiana del primer paso educativo de cientos de niños, acompañándolos con dulzura, firmeza y ternura en sus primeros días de escuela. Para ella, cada estudiante es una semilla que merece crecer con cariño, paciencia y respeto.
Su aula no es solo un espacio para aprender letras y números: es un lugar donde los abrazos tienen valor pedagógico, donde se celebran los logros más pequeños y donde cada niño se siente escuchado y amado. «Para mí es fácil lidiar con ellos porque tengo vocación», dice con una sonrisa cálida, la misma con la que recibe a sus pequeños cada mañana.
La profesora Maritzabel no enseña desde el escritorio: enseña desde el corazón. Les transmite rutinas que les dan seguridad, hábitos que forman carácter, y valores que los acompañarán toda la vida. Ella no solo guía la mano que traza la primera vocal, también alienta el alma que se atreve a soñar.
La emoción de ver a sus antiguos alumnos regresar ya adolescentes, graduarse y construir su camino es una de sus mayores recompensas. En cada uno de ellos reconoce una parte de su labor silenciosa pero profunda. Son sus niños, aunque ya caminen solos.
Consciente de los nuevos tiempos, ha abrazado la tecnología como una aliada, utilizando recursos digitales que hacen del aprendizaje una experiencia lúdica y cercana. «Los niños de hoy son muy pilosos», afirma, con admiración genuina por la curiosidad y energía que irradian sus estudiantes.
Agradece también el liderazgo de las directivas con quienes comparte el compromiso de hacer de la escuela un lugar donde la educación se vive con pasión y humanidad.
Madre de una joven universitaria, Maritzabel entrega la mayor parte de sus días a los niños que tiene a su cargo, quienes reciben de ella no solo conocimientos, sino cuidados, afecto y guía. “Las profesoras maestras somos una segunda mamá”, dice con orgullo, y no es una metáfora: en cada gesto suyo hay ternura de madre, vigilancia amorosa y una fe inquebrantable en el potencial de sus alumnos.
Para Maritzabel, educar es una tarea de equipo. Cree firmemente en la alianza con las familias, en el diálogo constante con los padres y en la continuidad de los procesos en casa. Sabe que cuando escuela y hogar caminan juntos, los niños florecen con más fuerza.
Cada día en el aula, cada canción, cada cuento contado con entusiasmo, cada lágrima que seca y cada alegría compartida, es una prueba de que enseñar, en manos de Maritzabel, es un acto cotidiano de amor profundo.