Por un día, la Plaza de Bolívar de Manizales dejó de ser solo un punto de encuentro urbano. Se transformó en un altar de recuerdos, donde las lágrimas no brotaron solo por el dolor, sino por la dignidad que renace cuando un país escucha.
En el corazón de Caldas, entre los muros republicanos del edificio de la Gobernación y la solemnidad callada de la emblemática plaza, se vivió una jornada que no cabía en discursos ni protocolos. Fue un día tejido con el hilo fino de la memoria y bordado con los relatos de quienes han caminado por la vida con el peso del conflicto a cuestas.
Allí, donde tantas veces la historia oficial se ha contado entre decretos y banderas, esta vez fue el pueblo quien tomó la palabra. No fue una jornada institucional. Fue una jornada profundamente humana. Un día en que el dolor se hizo voz y el silencio, abrazo.
El Día Nacional de la Memoria y Solidaridad con las Víctimas del Conflicto Armado no fue solo una fecha en el calendario. Fue una cita con la verdad. Las autoridades departamentales, lideradas por la Policía Nacional en articulación con la Defensoría del Pueblo, la Gobernación de Caldas, las alcaldías municipales y las mesas de víctimas, entendieron que recordar no basta. Que honrar la memoria de las víctimas implica también dignificarlas.
Y fue precisamente eso lo que ocurrió. No se trató solo de actos simbólicos. Se trató de escuchar. De estar. De mirar a los ojos a quienes han sobrevivido al desarraigo, al miedo, a la pérdida.
Una mujer del norte del departamento se aferró al micrófono con la misma fuerza con la que se aferró a sus hijos cuando la guerra le arrebató a su esposo. Un campesino recordó cómo su vereda fue devorada por el miedo, pero sigue viva en su corazón. Hablaron con el alma. Y Caldas escuchó.
La Policía Nacional no fue una figura lejana. No observó desde la distancia. Se integró desde lo más humano, acompañando no solo con uniformes, sino con gestos.
En medio del bullicio contenido de la Plaza de Bolívar, donde la memoria estaba en el aire y el dolor encontraba palabras, hubo gestos que dijeron más que cualquier discurso. No fueron actos grandilocuentes, sino encuentros sinceros, cara a cara, entre quienes han vivido la violencia y quienes hoy tienen la misión de evitar que se repita.
Allí estuvo el GAULA Policía, no en lo alto de una tarima, sino a la altura de las miradas. Habló con firmeza, pero también con sensibilidad, compartiendo herramientas para prevenir el secuestro y la extorsión. “Estamos aquí, para que no vuelva a pasar”, fue más que una frase: fue un compromiso pronunciado con el peso de la historia sobre los hombros.
A pocos pasos, los Carabineros y el grupo de Protección Ambiental no necesitaban palabras. Sus caballos, tranquilos y dóciles, se dejaban acariciar por manos pequeñas, las de los niños que, por un momento, olvidaban que nacieron en tierras donde el miedo alguna vez fue la norma. Fue un símbolo poderoso: la autoridad que no impone, sino que acompaña y protege.
La Policía Comunitaria tejía algo más que actividades. Tejía confianza. En pequeños círculos de conversación, víctimas que durante años fueron solo cifras en informes oficiales, se volvieron protagonistas de sus propios relatos. Hablaron, fueron escuchadas, y en esa escucha se construyó un puente hacia la reconciliación.
Mientras tanto, el Área de Derechos Humanos sembraba semillas invisibles pero vitales. Explicaron, con paciencia y convicción, que la justicia no solo se alcanza en los tribunales, sino también en las calles, en la empatía cotidiana, en la forma en que una institución se acerca a su gente. La pedagogía no fue lección, fue acto de respeto.
Esa tarde, en Caldas, la autoridad se despojó por un instante de su formalidad para volverse humana. Y en ese gesto, sencillo pero profundo, sembró esperanza. Porque cuando las víctimas se sienten vistas, escuchadas y dignificadas, comienza realmente la reparación. Cada palabra, cada gesto, construyó un puente. Un puente entre las instituciones y el pueblo. Un puente entre el pasado que duele y el futuro que aún podemos sanar.
La comandante de la Policía en Caldas, Coronel Liliana Andrea Jiménez, lo resumió con palabras que calaron hondo: “Esta es una fecha que nos invita a honrar la memoria de quienes sufrieron la violencia y reafirmar nuestro compromiso como institución garante de los derechos humanos. Acompañar a las víctimas es también un acto de justicia y solidaridad.”
Y tenía razón. Porque más allá de lo simbólico, este acto fue una afirmación de país. De un país que, aunque herido, no renuncia a la esperanza. Que aunque golpeado por décadas de violencia, se aferra a la reconciliación como única salida.
La jornada terminó pero dejó sembrada una promesa: que el dolor de las víctimas no será olvidado, que las instituciones no solo protegerán, sino también acompañarán, y que en el departamento de Caldas, al menos por un día, la memoria se vistió de uniforme, y la solidaridad tuvo nombre, rostro y corazón.