En Colombia no nos gobierna un hombre, sino una enfermedad. Se llama “Ecefalopetritis Crónica, y su avance ha sido tan silencioso como devastador. No aparece en los manuales médicos, pero sus síntomas son evidentes: delirio de persecución, negación de la realidad, verborrea constante, desprecio por las instituciones, adicción a los aplausos y una incapacidad absoluta para asumir responsabilidades. Lo más preocupante no es que esta patología haya alcanzado niveles alarmantes, sino que la padezca el Presidente de la República.
Gustavo Petro ya no gobierna: delira. Sus intervenciones públicas lo evidencian. Habla de golpes de Estado que no existen, ve enemigos donde hay contradictores democráticos, confunde la crítica con conspiración, y cree que gobernar es tuitear compulsivamente. Su desconexión con la realidad no es solo política, es mental. Estamos frente a un mandatario que no tolera la contradicción, que reescribe los hechos a su conveniencia, y que vive atrapado en un mundo donde todo lo que ocurre (desde la inflación hasta las derrotas internacionales) es culpa de “la mafia”, “la ultraderecha” o “el uribismo”, jamás asume sus responsabilidades, sí que menos sus culpas y constantes fracasos.
¿Estamos ante un caso clínico de incapacidad para gobernar? Es una pregunta válida. Porque si no se trata de ineptitud, entonces es soberbia. Y si no es soberbia, entonces es terquedad. O quizás todo junto: un cóctel explosivo que ha derivado en decisiones erráticas, improvisaciones absurdas, nombramientos cuestionables y políticas públicas sin rumbo. La Patria no se puede conducir con rabietas ni con impulsos mesiánicos. Se requiere equilibrio, serenidad, diálogo. Tres virtudes que Petro parece haber extraviado por completo.
Cada semana da muestras de un estado emocional alterado, por no decir inestable. A veces parece obsesionado con salvar al mundo desde su cuenta de X (antes Twitter); otras, se muestra abatido y en guerra con sus propios aliados. Se comporta como un líder solitario, acorralado, que desprecia hasta sus ministros cuando no aplauden lo suficiente. La arrogancia lo consume. El ego lo domina. La razón lo abandona.
¿Y si el problema no fuera sólo político sino también fisiológico? ¿Y si lo que estamos viendo es el efecto de algún consumo, de una dependencia no confesada, de una nube tóxica que nubla su juicio? Sería irresponsable afirmarlo sin pruebas, pero también lo es ignorar lo evidente: algo no está bien en la cabeza del Presidente. Algo grave ocurre cuando la primera autoridad del país insinúa que todas las instituciones están contra él, pero no presenta una sola prueba. Algo profundo falla cuando su respuesta a cualquier problema nacional es acusar al pasado, al “golpe blando” o al “modelo neoliberal”, sin ofrecer soluciones concretas.
El país no puede seguir gobernado por un hombre que da señales alarmantes de desequilibrio. Ya no es solo una cuestión de ideología o de diferencias políticas. Es una cuestión de salud pública. El diagnóstico es claro: Petro está enfermo de poder, intoxicado por su imagen, atrapado en sus propios delirios y excesivo ego. “Encefalopetritis Crónica”: una patología que afecta la percepción, impide el diálogo, elimina la autocrítica y lo vuelve incapaz de gobernar para todos.
Colombia no puede seguir atada a los vaivenes emocionales de un presidente que perdió el norte. No es justo que 50 millones de ciudadanos paguemos los costos de su crisis personal. No es democrático vivir bajo el liderazgo de alguien que considera que el país debe adaptarse a su estado de ánimo y no al revés. Gobernar exige lucidez, humildad y capacidad de rectificar. Petro, tristemente, ha demostrado que carece de las tres.
La historia será implacable. Pero antes que eso ocurra, la sociedad colombiana debe abrir los ojos. Porque no hay reforma ni discurso, ni movilización que sane a un presidente que no quiere ser curado. El problema no es solo de Petro. El problema es que todos estamos viviendo bajo los efectos secundarios de su enfermedad. Colombia no merece el gobernante que tiene, como prueba fue un fracaso, cuatro años son suficiente dolor y miseria, ocho sería una autodestrucción del país, Ojo Colombianos, el 2026 esta cerca.