“La paz mundial ha quedado en entredicho. El planeta atraviesa uno de sus peores momentos de unión, y por ello, a la ONU muchos la consideran hoy un elefante blanco.”
Las organizaciones que agrupan a las naciones del mundo deberían tener como propósito fundamental la convivencia pacífica, el diálogo y la cooperación internacional. Su razón de ser es fortalecer la seguridad y la paz global. Por ello, el 28 de junio de 1919, en la sala de juntas del Palacio de Versalles (Francia), se firmó el histórico Tratado de Versalles, que dio origen a la Sociedad de Naciones, creada con la esperanza de poner fin a la Primera Guerra Mundial.
Sin embargo, desde su nacimiento, el tratado fue percibido por Alemania como un castigo. Su contenido parecía diseñado específicamente en su contra. El resultado fue devastador: el síndrome de hubris —el exceso de orgullo y arrogancia— se propagó en la nación germana. El resentimiento por la derrota, la humillación de la desmilitarización, la pérdida de colonias y el pago de reparaciones alimentaron un sentimiento nacionalista cada vez más radical.
Así, el rencor, la frustración y el deseo de revancha se transformaron en combustible ideológico para lo que terminaría siendo el estallido de la Segunda Guerra Mundial, iniciada el 1 de septiembre de 1939 con la invasión alemana a Polonia. Dos días después, Reino Unido y Francia declararon la guerra, dando inicio a un conflicto global que se extendería hasta 1945.
Temerosos de que Alemania o cualquier potencia reavivara un nuevo conflicto de esa magnitud, los países vencedores impulsaron la creación de un organismo más sólido. Así nació en 1945 la Organización de las Naciones Unidas (ONU), llamada a ser la garante del equilibrio y la paz mundial.
Desde su fundación, la ONU ha celebrado 80 asambleas ordinarias y 32 sesiones extraordinarias. Hoy cuenta con 193 Estados miembros, muy lejos de los 51 que la conformaron originalmente, además de dos observadores permanentes: Palestina y la Santa Sede.
No obstante, su objetivo fundacional —consolidar la paz mundial— se encuentra hoy más cuestionado que nunca. El planeta atraviesa uno de sus peores momentos de fragmentación, y su papel como actor determinante ha quedado en entredicho. De allí que muchos la califiquen como un elefante blanco: costosa, aparente y cada vez más inútil.
La ONU ha permitido que potencias con intereses bélicos la permeen y manipulen. Su agenda ha sido desviada por líderes como Donald Trump, Vladímir Putin, Benjamín Netanyahu, Alí Hoseiní Jameneí y otros, cuyas decisiones no han contribuido a la paz, sino que han profundizado los conflictos globales, dejando tras de sí un reguero de muerte y destrucción.
El 22 de septiembre de 2025, la bandera azul ondeó en Nueva York para conmemorar los 80 años de la ONU. El mundo esperaba que aquella institución, nacida de las cenizas de la guerra, cumpliera con sus principios fundacionales:
- Mantener la paz y seguridad internacionales
- Proteger los derechos humanos
- Distribuir ayuda humanitaria
- Promover el desarrollo sostenible y la acción climática
- Defender el derecho internacional
Sin embargo, lo que se vio fue muy distinto. La ONU ha terminado cómplice de las nuevas potencias guerreristas, cuya influencia ha convertido al organismo en un escenario de discursos incendiarios y decisiones estériles.
Fue vergonzoso ver cómo delegaciones enteras abucheaban y abandonaban el recinto durante las intervenciones, dejando en evidencia que en el seno de la ONU reina la desunión y el desencanto.
Hoy, el organismo ha fracasado en resolver conflictos que desangran al mundo: Ucrania, Gaza, Sudán, Myanmar, Siria, Yemen, la República Democrática del Congo, Somalia y el Líbano, entre otros. Su Consejo de Seguridad, lejos de ser un garante de paz, se ha convertido en un ente ineficaz, inoperante y al servicio de los poderosos.



