Para los niños que crecimos en Barranquilla en los años 80s pocas experiencias en la vida nos producirán la felicidad pura de los aguaceros desbordados de abril cuando empezaban justo antes la jornada escolar. A causa de los arroyos, no había colegio. Los horarios opresivos del mundo de los adultos mágicamente se detenían. El día se extendía ante nosotros como un regalo maravilloso de tiempo libre no planeado. Una expedición en el patio–entre los árboles de níspero, limón y guayaba–o abrir el enorme atlas mundial eran mis actividades favoritas.
Me gustaba explorar los límites de las zonas horarias en el globo terráqueo. Pensar que el tiempo era relativo y que en la Antártida, como en algunas islas noruegas al norte del Océano Ártico, no había tiempo oficial. ¿Cómo era posible que un lugar en nuestro mismo planeta lograra resistirse a la medida del tiempo? En teoría, la Antártida se encuentra sobre todas las zonas horarias. Sin embargo, los ciclos de luz solar y oscuridad son tan extremos que hacen difícil determinar la hora más apropiada. Además, las estaciones pertenecen a países distintos y están en su mayoría deshabitadas, con la excepción de expediciones científicas transitorias que traen su propio reloj.
Resulta curioso que aunque la medida del tiempo venga ligada a la existencia del hombre, la antipatía contra el tiempo domine el pensamiento social. La globalización y sus cambios vertiginosos han insertado en el mundo una cultura de apresuramiento colectivo que considera al tiempo nuestro peor enemigo. Nuestra aversión a la muerte y nuestra obsesión por negar el paso del tiempo son expresiones de esta antipatía. Los tratamientos de Botox y las cirugías plásticas son vistos como un estímulo al autoestima más que como lo que realmente son: la evidencia de que tememos y aborrecemos nuestra temporalidad.
Esa mezcla de vanidad y terror existencial que nos lleva a aborrecer el paso del tiempo es peligrosa, porque crea y normaliza un analfabetismo temporal en nuestra sociedad. La mayoría de los adultos, educados o no, tenemos un desinterés casi infantil por el tiempo que existió antes de nuestra llegada a la tierra. Desconocemos la historia natural de nuestro planeta. No entendemos por qué un periodo largo de estabilidad planetaria de repente se termina de manera abrupta, o qué significa que el ritmo en que suceden los cambios ambientales haya superado la capacidad de adaptación del planeta.
El paso del tiempo no es opcional. La incomprensión científica del mundo, en nuestra sociedad alimentada por el cristianismo, es alienante. Ignorar nuestro lugar en el tiempo–el pasado que ocurrió antes de que naciéramos y el futuro que transcurrirá sin nosotros–nos lleva a ignorar la magnitud de nuestro impacto sobre el planeta. La intensidad del huracán ETA y sus efectos devastadadores en la ya devastada Centroamérica debería inspirarnos a reemplazar nuestro anhelo de atemporalidad por la conciencia del tiempo.
¿Por qué ya no llueve en abril ni corren brisas en diciembre? ¿Por qué las islas noruegas al norte del Océano Ártico son uno de los lugares en el mundo donde las consecuencias del calentamiento global son más visibles y más dramáticas? ¿Cuál es el impacto ambiental de que el plástico sea una material esencial para casi todo, incluido la comida? ¿De qué manera afecta al mundo que una bolsa de plástico se demore 55 años en descomponerse y una botella de plástico 500?
Tenemos la responsabilidad de cambiar nuestro estilo de vida, terminando nuestra relación con el plástico. Pero también, y sobre todo, debemos entender que la responsabilidad del calentamiento global no recae solamente sobre el individuo sino sobre capitalismo salvaje y su división del ecosistema global en estados-nación que compiten por acumular beneficios para sus oligarquías.
Los impuestos al carbono o los incentivos a las energías renovables no son una solución radical para terminar con el calentamiento global. La solución solo puede venir de políticas de cambio climático, independientes de las entidades financieras y las corporaciones globales, orientadas a eliminar las emisiones de gases invernaderos y desarrollar fuentes de energía sostenibles. Nuestro impacto individual sobre el clima también es crucial, pero nuestro papel deber ir más allá de lo personal. Nuestra responsabilidad es ante todo política.