Pasar por allí era una bullaranga de dichos, piropos, hijueputazos, risas, gritos y ofertas graciosas de productos novedosamente viejos. Emergía, a lado y lado, de su trayecto serpentino y angosto, con tal fuerza, un mini mercado persa que parecía condensar, en pocos metros, toda la picardía del mundo.
-¿Qué son las viudas, Opita?
- Las mujeres con maridos muertos.
A los once o doce años armé conciencia de aquel significado. El Opita fue el eterno empleado de mi viejo. Atravesábamos con el Opita por el callejón para traer mercancías de la bodega, localizada en el puerto civil viejo y transportarlas al puerto civil nuevo, donde se localizaba el almacén de mi padre.
El puerto civil nuevo no es otra cosa que la bajada a la orilla colombiana sobre el rio Amazonas en la ciudad de Leticia, que se engendró a partir de un muelle flotante de hierro que dejaron a la deriva los militares, y donde se desembarcaban todos los productos legales e ilegales de esta selva fronteriza entre Perú, Brasil y Colombia.
A partir de esa semilla flotante creció el pesebre de casuchas de madera destinadas al comercio. Las más cercanas al río son casas en zancos, las que los eruditos llaman palafíticas. A medida que se alejan de la orilla del rio Amazonas van adquiriendo grandeza y perdiendo los zancos hasta sembrarse en almacenes sobre la tierra, en los que se puede comprar desde una aguja hasta un avión.
Por aquel puerto brillaron viajantes como Benjamín Constant, Fitzcarraldo y su ópera de la selva rumbo a Iquitos, El “Che” Guevara en busca de su futuro, y un famoso poeta ruso que se perdió en la selva de mis olvidos. Dicen que julio Verne arribó allí en una balsa de troncos y Jacques-Yves Cousteau descansó dos días después de navegar el último mar que le faltaba. Y, aunque otros no lo quieran recordar, nuestro Al Capone, Pablo Escobar, surgió como rey al controlar en este muelle flotante la cocaína procedente del Perú.
Sin embargo, para mí lo fulgurante del puerto civil no era el muelle, ni sus dos bajadas bautizadas como puerto civil nuevo y puerto civil viejo. Los encantos, lo grandioso y lo oculto. La magia blanca y la negra, los arrinconados, los malabaristas del rebusque, los derrotados que vivían a flote sobre sus fracasos, los lazarillos amazónicos, los fugitivos que descansaban porque el olvido los había encontrado.
Todo existía en el callejón de las viudas, en la inmensidad de sus ochenta serpentinos metros, con casuchas de madera a lado y lado de su calzada. El callejón de las viudas era un puente safena, bypass de corazón pueblerino entre las dos bajadas al muelle, el puerto civil nuevo y el viejo. Hoy en día forma la imagen de una H mayúscula vista desde el cielo. Por allí se oxigenaba Leticia, protegiéndose de trombos y asfixias de tanto asolapado, y de los coágulos generados por aquellos que se habían enredado con los libros sagrados.
A medida que crecía, encontraba en el callejón la fantasía de los adultos, a cada paso escuchaba las palabras que no oía en casa y que, según el padre Francisco, abrían las puertas del infierno. Entendí que viuda significa más allá de lo que dicta el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, ya que deja su significado al libre albedrío: mujer casada que no tiene marido. Que el pescado y sobretodo la “cucha”, pez conocido en otras tierras con el nombre de Coroncoro, no se prepara para vivos sino para muertos que no se levantan.
Cada puesto de comida del callejón ofrecía su especialidad. El puesto de La negra Carolina, mujerona simpática con el trasero tan grande como dos sandías amazónicas, y una alegría que aun cuando enojada se esparcía igual que perfume fino, su especialidad: levantar palos caídos.
Simone era especialista en caldo para señoras sin calor entre las piernas y úteros dormidos. Dalila y Pedrito poseían uno de los restaurantes casuchas más grandes del callejón. Dalila una mujer chiquita con cara de luna india, de cabellera negra y lisa que le hacía capul a las nalgas. A Pedrito que para mis once años, había nacido viejo, nunca lo vi envejecer y jamás quedarse quieto o enfermarse. Engrosaba la economía de su restaurante, limpiando solares y jardines con una paciencia que vencía a los más jóvenes.
Cuando dejé de verlo fue como el despertar de un sueño. Creo, con firmeza, que Pedrito nunca murió, él se desvaneció. Viana era la más seria y respetada de todas las viudas, le parió un hijo a un político, y abandonó el callejón para pensionarse como aseadora en el hospital del pueblo.
En el callejón de las viudas descubrí a Don Juan, el comerciante de libritos amarillentos, no sé si por el papel de imprenta pobre, o por ofrecerlos colgados sobre una cabuya con las alas abiertas. Los vendía por capítulos: “Cómo Escribir Cartas de Amor”, “El Arte de Conquistar Mujeres”, “El Manual del Beso” y “Los Enigmas del Coqueteo”.
Al final del callejón, en la desembocadura sobre el puerto civil nuevo, estaba la tienda mágica de Sibundoy, un taita indio del norte quien a pesar del selvático calor, vestía ruana de algodón y sombrero negro de alas redondas. Su tienda muda se pregonaba a los clientes por su olor a incienso, a iglesia vieja que por la intensidad del sahumerio obligaba, incluso a los menos creyentes, si no a comprar; por lo menos a mirar. Con el Taita aprendí la contra para el rezo del tabaco, a cargar un anillo de plata en el anular izquierdo para evitar los males de amor y mil conjuros para espantar a las desdichas.
Aquel callejón despertó mis ganas de piel desnuda, disipó la inocencia de mi vocabulario y entré por el al universo de los adultos.



