Durante cuatro años tuve la oportunidad de vivir en Athens, Ohio, un pueblo universitario en Estados Unidos, conocido por su encanto, su activismo político y su fuerte cultura del alcohol. Durante este tiempo pude familiarizarme con los códigos culturales de los estudiantes de pregrado en Estados Unidos, quienes, a diferencia de los latinos, no pueden consumir alcohol hasta los 21 años. En parte por esa prohibición es bastante común que estos jóvenes, que se van de su casa por primera vez cuando empiezan la universidad, se entreguen a un consumo desenfrenado e histérico de alcohol.
Desde el viernes por la tarde hasta el sábado en la madrugada era común ver las calles atestadas de estudiantes borrachos, vomitando, apoyándose en sus compañeros para caminar, pues escasamente podían mantenerse en pie. Además de esa cultura del alcohol también existía en Athens una fuerte cultura de violaciones, que con frecuencia eran atribuidas al consumo de alcohol. En un principio esto me sorprendió mucho, pues no entendía cómo esa normalización de las agresiones sexuales a partir de estereotipos de género, tan barbárica, podía permear un lugar tan aparentemente progresista.
Pero ocurría. Las víctimas de violencia sexual en Athens, a menudo menores de edad, siempre debían contestar qué tenían puesto cuando fueron sexualmente agredidas, o cuánto alcohol habían consumido, o desde hace cuánto conocían al hombre que las había violado y qué tipo de relación tenían con él, y si estaban seguras de no haber dado consentimiento. A pesar de que nada justifica una agresión sexual, estas formas de culpabilizar a las víctimas de violencia sexual son comunes en el mundo entero. De hecho, la violencia contra las mujeres y niñas ha ocurrido durante décadas de manera omnipresente.
El 25 de noviembre comenzó la campaña anual de 16 días de activismo contra la violencia de género de la ONU. Esta es la ocasión perfecta para recordar que la violencia contra las mujeres es asunto de todos. Luchar contra la cultura de la violación es una de las 10 maneras en que, según ONU Mujeres, podemos desarmar la violencia de género. Para luchar contra cualquier forma de violencia de género es indispensable desmantelar las desigualdades y las actitudes estereotípicas sobre el género y la sexualidad. Uno de esos estereotipos es pensar que el feminismo es un asunto de mujeres. Sin embargo, las jerarquías de género y las estructuras de pensamiento a las que el feminismo se opone no son nocivas únicamente para las mujeres.
En la cultura latina, por ejemplo, se espera que los hombre actúen de manera «varonil», a menudo con demostraciones innecesarias de poder y reprimiendo sentimientos. También se espera que no sean vulnerables y que no permitan que una mujer «los controle». Como resultado, se espera que las mujeres sirvan a sus parejas. Estas actitudes generan roles y expectativas de género muy marcados, donde la masculinidad se define a partir de la virilidad, la fuerza y el derecho a dominar. Pero, ¿por qué esa masculinidad tan tóxica tiene que ser la norma? ¿Cómo podemos evitar que estas ideas se refuercen durante la niñez?
Desde una edad temprana, a las niñas se les enseñan habilidades para el hogar mientras que los hombres disfrutan de su libertad. A las niñas se les enseña a aceptar los piropos y las agresiones sexuales como expresiones de la cultura local, más que como formas de acoso. Al imponer estas ideas dañinas, la sociedad limita la agencia que tienen las mujeres sobre sus propios cuerpos.
Los ejemplos que damos a las generaciones más jóvenes configuran su forma de pensar sobre el género, el respeto a los demás y los derechos humanos. Debemos desafiar los roles tradicionales de género desde el principio, discutir abiertamente los estereotipos que los niños encuentran constantemente, en la familia, en los medios de comunicación, en la calle. Debemos empoderar a los jóvenes con educación sobre la igualdad de género y los derechos de las mujeres, pues solo así podremos construir un futuro mejor para todos.