Finalizando el mes de noviembre, me permito reflexionar sobre este tema que tanto nos aterroriza. Todos sabemos que vamos a morir, que somos mortales. Pero la mayor parte del tiempo actuamos como si fuéramos inmortales.
Es decir, perdemos el tiempo, posponemos cosas y decisiones importantes, hacemos promesas que no cumplimos, creemos que la salud nunca nos faltará sin darnos cuenta que tenemos fecha de caducidad. La gran enseñanza de la experiencia de la muerte es que existen límites, que la vida no se extiende inconmensurable y que todo puede sernos arrebatado en cualquier momento.
Cuando estamos vivos, la experiencia de la muerte la llegamos a vivir sólo de manera indirecta. La muerte sólo la vivimos a través de la muerte de otro. Se mueren aquéllos que les dio Coronavirus, los de una catástrofe natural, las víctimas de una guerra, se muere gente en un atentado, se muere un vecino, se muere la abuelita de una amiga, etc. Pero cuando se muere alguien cercano, y no sólo próximo, sino un ser querido, entonces tenemos una forma mucho más intensa de vivir la experiencia de la muerte.
Ser despedido del trabajo, el fin de una relación amorosa, la pérdida significativa de la salud, la destrucción y separaciones matrimoniales, la infidelidad, la traición de un amigo, etc., son formas de pérdida que se parecen a la muerte. Una parte de nosotros muere, son formas de vivir “pequeñas muertes” en nuestro interior.
Confrontados con la realidad de morir nos cuestionamos si vivimos la vida intensamente, si realmente hemos aprovechado el tiempo haciendo lo que realmente queremos, si tenemos pendientes, si nuestras relaciones interpersonales son sanas. Es saludable que a veces nos cuestionemos: ¿si yo me muriera hoy quien lloraría por mí? ¿Haría falta a mi familia? ¿A quién no le haría falta? ¿Porqué?
Son esos momentos de autoanálisis en los cuales podremos saber cómo somos, si es así como queremos continuar siendo, y lo que hay que cambiar, porque el tiempo pasa y la muerte no espera a los que posponen vivir su vida para después. También puede percatarnos qué tanto nos hemos preocupado por tener buenas relaciones con ciertas personas que hacen parte de nuestra vida, si nos hemos permitido amarlas y disfrutarlas al máximo o, al contrario, las hemos humillado y maltratado con nuestro egoísmo y prepotencia.
Estar preparados para la muerte es una manera de resolver conflictos de nuestra vida y cuestionar los valores en los que hemos basado nuestra vida diaria. Vivir es una tarea del ahora porque nadie puede asegurar el mañana.
Es la oportunidad también de enfocar asuntos pendientes, situaciones inconclusas con algunas personas y sobre todo a darnos cuenta que situaciones a las que les hemos dado tanta importancia o que nos han dominado o mantenido preocupados, angustiados, tensos o tristes, son circunstanciales, no tienen la menor importancia en relación a lo realmente importa: estar vivo, contar con tiempo para ser, para sentir, para amar, para ser felices.
Ojalá que la muerte nos asuste tanto como para determinarnos a vivir lo más intensamente que nos sea posible, sin ignorar nada, sin dejar pasar ninguna oportunidad, sin evitar los problemas ni los grandes amores, sin miedo a pagar el precio, sin miedo al qué dirán, desde que mi vida sea un espejo de la voluntad de Dios y mi existencia sea motivo de felicidad para los demás.