Recientemente, me embarqué en un vuelo internacional que partía de Barranquilla. En tiempos de Covid, uno nunca sabe con quién va a compartir ese recorrido tortuoso navegando aeropuertos caóticos con una N95 puesta durante horas.
En este viaje me crucé con tres barranquilleros cuya actitud y apariencia física materializa el estereotipo del colombiano «vivo», que lleva en sí la mal llamada malicia indígena, que yo prefiero llamar la cultura violenta del «yo primero».
Dos mujeres en sus 40’s, en forma, impecablemente vestidas, con el cabello teñido de rubio y perfectamente cepillado (inmune a la humedad atmosférica de Barranquilla); un tipo en sus 50’s, regordete, incapaz de cederle el paso o ayudar con la maleta a cualquier persona, incluidas sus dos acompañantes, pero ágil a la hora de colarse en las filas.
El vuelo salía tarde. En cuanto terminamos de despegar apagaron las luces del avión y nos advirtieron que podíamos encender nuestra luz personal de lectura, o si preferíamos ver las películas disponibles por la aerolínea. Los tres susodichos, que acabaron sentados justo detrás de mí, no tardaron nada en escoger sus películas (tres películas diferentes) y comenzar a verlas en alto parlante. Casi inmediatamente una azafata se acercó a ellos y muy amablemente, aunque indignada, les pidió que utilizaran audífonos para no molestar a los demás pasajeros. Como no tenían audífonos, la azafata les regaló 3 pares. Aún así, siguieron viendo sus películas en alto parlante, orondos, sin ningún tipo de consideración por los demás viajeros. Solamente cuando un segundo azafato, esta vez un gringo, igualmente indignado, se acercó a ellos por segunda vez, accedieron a bajar el volumen.
Esa cultura del «yo primero», que en este caso particular toma cierta forma de egoísmo esnob, me hizo pensar en la obsesión por la clase y las apariencias que domina de manera soterrada las esferas de la vida pública en la conservadora ciudad de Barranquilla, Colombia.
Todos los días, en el trabajo, en el tráfico, en la tienda, en las relaciones con los demás, en los negocios, se exhibe esa tendencia a no pensar en el otro, a querer pasar primero y obtener la mejor parte, como si defendiendo nuestra importancia estableciéramos, sin margen de dudas, la inferioridad de los demás.
Barranquilla siempre ha sido y sigue siendo una ciudad profundamente clasista, donde las apariencias y el estatus social determinan nuestras condiciones a la hora de buscar un espacio en cualquier ámbito. Sin embargo, las realidades más obvias y más importantes son con frecuencias las más difíciles de ver y reconocer.
¿De qué maneras se expresa en la vida cotidiana ese discurso de clasificación social que en Barranquilla permea todas las esferas? Aquí van, a mi juicio, las tres formas más comunes del clasismo en la sociedad barranquillera:
Todo entra por los ojos
En Barranquilla, el trato que recibimos depende de lo que llevamos puesto. Si te vistes mejor, te tratan mejor y te respetan más. Por aquí pasa la obsesión (racista) con el blanqueamiento. Una persona bien vestida, si tiene el cabello lacio y rubio, recibe mejor trato que una persona igualmente vestida que tiene la tez oscura y el cabello afro.
Hace algunos años tuve el infortunio de trabajar en una universidad cuya ex-rectora de entonces hoy enfrenta un proceso legal. Tuve la osadía de asistir a una reunión de profesores con sandalias sin tacón, lo cual me costó las miradas severas de los asistentes y más tarde un llamado de atención.
- No te puedes vestir igual que los estudiantes. Nosotros somos diferentes a ellos. Esa diferencia tiene que entrar por los ojos.
Una familia de bien
¿Cuál es tu apellido? ¿Qué hace tu papá? ¿En qué colegio estudiaste? ¿Quién es tu familia? ¿Son gente de bien? Es decir, ¿tienen poder adquisitivo y respeto social? ¿Hacen parte del selecto círculo de los notables de provincia de nuestra ciudad?
Estas preguntas, tan frecuentes, parecieran llevar implícito que en el fondo a una persona no la define lo que hace ni su sistema ético, sino su procedencia: el estatus socio-económico y cultural de su familia. Los ejemplos abundan:
- Él no estudió, pero viene de una buena familia. Todos en su casa son profesionales.
- No vayas a pensar que ese es cualquier lagaña de mico. Su papá es médico.
Dime dónde vives y sabré quién eres
Debido al sistema de estratificación social que existe en Colombia, la pregunta de en qué barrio vivimos, dependiendo del contexto, puede resultar entrometida. Esta pregunta en Barranquilla es extremadamente común. Con frecuencia pareciera responder a la necesidad de definir si pertenecemos o no al mismo grupo social. El barrio en que vivimos, sin duda, otorga estatus.
Alguna vez una estudiante de odontología compartió un taxi desde la Universidad San Martín con la profesora que acababa de darle clase. La reacción de la profesora al enterarse de que la chica vivía en Villa Campestre fue desmedida. El trato que le dio en adelante fue radicalmente distinto, mucho más amable, incluso preferencial.
–Yo no sabía que tú vivías en Villa Campestre. ¡¡¡¿Por qué no me habías dicho?!!!
No es fácil cambiar el sistema de creencias que se nos ha impuesto desde que nacimos. Precisamente por eso es extremadamente importante que hagamos uso de nuestra racionalidad manteniéndonos alertas, en vez de hipnotizarnos con la creencia de que somos el centro absoluto del universo. Pensar en el otro. Tratar de entender estas actitudes mecanizadas. Sacudirnos el privilegio.