El fanatismo religioso y las enfermedades mentales se manifiestan de formas parecidas. Ambas dependen de la existencia de una realidad invisible a los ojos, se definen bajo criterios subjetivos y generan comportamientos compulsivos. Una persona que habla incoherencias y escucha voces, sin haber consumido drogas, podría ser diagnosticada con un trastorno psicótico. Pero si esa persona fuera profundamente religiosa, en cambio, se podría asumir que está hablando en lenguas y que la voz que escucha es la voz de Jesús que le está hablando. Asimismo, pacientes que sufren de alucinaciones, sin ser creyentes, con frecuencia dicen haber hablado con Dios.
Las conexiones entre religión y enfermedades mentales son cada vez más objeto de estudio de investigaciones psiquiátricas. En el 2014, la Asociación Americana de Psiquiatría editó una guía de enfermedades mentales para líderes espirituales, con el propósito de ayudarlos a diferenciar a personas con trastornos mentales de creyentes devotos. Dos mil quinientas guías fueron distribuidas en iglesias a lo largo y ancho de Estados Unidos. ¿Por qué de repente es tan importante entender esa delgada línea que separa la fe del delirio? Porque cuando una creencia se vuelve grupal, lo idiosincrásico se normaliza. Entonces, deja de ser un asunto de fe y se vuelve un asunto de salud de pública.
Es un problema de doble filo. Por una parte, las enfermedades mentales no se diagnostican con radiografías o pruebas de sangre, sino a partir del comportamiento humano. Por otra parte, la manera en que definimos religión es muy ambigua. La RAE define religión como un «Conjunto de creencias o dogmas acerca de la divinidad, de sentimientos de veneración y temor hacia ella, de normas morales para la conducta individual y social y de prácticas rituales, principalmente la oración y el sacrificio para darle culto.» Un culto, por su parte, es definido como una «Comunidad cerrada, que promueve o aparenta promover fines de carácter espiritual, en la que los maestros ejercen un poder absoluto sobre los adeptos.»
La cienciología, clasificada como una religión, cree que los seres humanos estamos habitados por espíritus alienígenas con poderes especiales, como la telepatía y la telequinesis. Muchas de sus creencias son similares a las de la teoría de la conspiración QAnon, que profesa que una secta de pedófilos caníbales devotos de Satanás dirige una red mundial de tráfico sexual de niños y conspira en contra del ex presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, quien es el mesías enviado por Dios para destruir esa secta.
Mientras QAnon es públicamente reconocido como un culto, la iglesia de la Cienciología está clasificada como una organización religiosa de caridad, y como tal, no paga impuestos. Pese a que muchos de sus excomulgados han acusado a la cienciología de ser en realidad un culto, que controla y abusa a sus miembros, los obliga a realizar trabajo no remunerado y separa a sus familias, exigiendo que los padres se desconecten de los niños que se oponen a la religión, la organización no ha perdido su estatus de iglesia.
De manera similar ocurre con una supuesta comunidad de la recientemente popularizada iglesia de Berea, en el Departamento Atlántico. Desde mediados de enero, este grupo de religiosos en el corregimiento de Isabel López, en Sabanalarga, ha llamado la atención de la prensa. La historia que circula en diversos medios de comunicación dice que el pastor Gabriel Ferrer Ruiz convenció a sus feligreses de renunciar a sus trabajos, vender todas sus pertenencias y entregarle el dinero recaudado, para esperar, en un ayuno prolongado, la segunda venida de Jesucristo el 28 de enero. El Instituto de Bienestar Familia tuvo que intervenir, pues 8 menores de edad hacían parte del ayuno. Según la prensa, pasada la fecha Jesucristo no llegó y las autoridades no saben nada del líder de la iglesia. Pese a la información que circula en los medios y las declaraciones de supuestos familiares de los devotos de Berea en Santa Isabel, quienes han acusado a la iglesia de ser un culto y de haber separado a sus familias forzando el ostracismo de los no creyentes, esta comunidad en realidad no tiene relación alguna con la Iglesia de Berea en Barranquilla. ¿Se trata de falsos feligreses? ¿De creyentes devotos que han convertido su fe en delirio? ¿O de oportunistas que intentan sacar provecho de la congregación?
El historial de Gabriel Ferrer es largo. Bastará con decir que fue docente de tiempo completo en la Universidad del Atlántico durante años. Tanto su hoja de vida, que puede ser consultada en la aplicación CvLAC (Currículum Vitae Latinoamericano y del Caribe) de Minciencias, como su reputación, son impecables. Cualquier persona que lo haya conocido en lo profesional, en lo personal o en lo espiritual, da constancia de su buena honra, independientemente de si comparte o no sus creencias espirituales. De hecho, todas las personas consultadas para esta nota coincidieron en afirmar que Gabriel Ferrer es una persona desprendida del dinero. Con frecuencia en los retiros espirituales que organizaba la iglesia de Berea, de Barranquilla, antes de la pandemia, era él quien cubría la mayoría de los gastos. También regalaba mercados a las personas necesitadas.
Colombia es un estado laico, por lo tanto las iglesias (nótese el plural) deben estar separadas del estado. Sin embargo, vale la pena preguntarse en qué momento es responsabilidad de las autoridades estatales intervenir para proteger a sus ciudadanos de la normalización del absurdo. ¿Quién es el líder de la comunidad de Berea en Santa Isabel? ¿Esta comunidad en realidad existe como iglesia? ¿Qué pasa cuando una doctrina tiene efectos perjudiciales en la salud mental de un individuo o una comunidad entera? ¿Por qué de repente es tan importante entender esa delgada línea que separa la fe del delirio, la malicia de la enfermedad mental?