En los últimos días Colombia ha sido testigo de un movimiento de protesta social sin precedentes. Pese a la violencia implacable y sistemática con la que han atacado a los manifestantes, la protesta se ha mantenido sin dar tregua desde el 28 de abril. Ochenta y nueve desaparecidos, veinticuatro muertos, de los cuales once serían responsabilidad de la Policía Nacional, más de treinta heridos. Esto según las cifras oficiales, es decir, las de la Defensoría del Pueblo. Según organismos independientes, como la plataforma Grita, el número de víctimas es mucho más alto. Los desaparecidos ascienden a 379.
En un país donde la movilización social normalmente no tiene consecuencias políticas, esta movilización ya logró el retiro de la reforma tributaria y la renuncia del Ministro de Hacienda. Además, llevó al presidente Duque (de un cinismo también sin precedentes) a hacer una pantomima en su gabinete: tras aceptar la renuncia de Carrasquilla, pasó al Ministro de Comercio Exterior, José Manuel Restrepo, al Ministerio de Hacienda, y le dio al Viceministro de Hacienda, Juan Alberto Londoño, el cargo de Ministro de Comercio Exterior. Parece un juego de palabras. Y lo es.
Lo que Duque y su gabinete no han comprendido es que a estas alturas no hay marcha atrás. Lo que motiva las protestas ya no es solamente la reforma tributaria. El descontento de la población con la clase política es general e irremediable. La indignación por la masacre de jóvenes civiles a manos de la Fuerza Pública, que ha ocurrido durante la última semana, que sigue ocurriendo mientras escribo estas líneas, y que lamentablemente seguirá ocurriendo, pues no se vislumbra una salida a corto plazo, no se puede aplacar con un remiendo político. Y esta parecía ser la intención de Duque al reunirse solamente con los miembros su coalición: sacar una reforma tributaria igual, o muy parecida, pero en otras palabras.
Lo que Duque sigue sin entender es que las muchedumbres que recorren las calles no tienen miedo. Lo están arriesgando todo, incluso la vida, no necesariamente porque crean que otra Colombia es posible, sino porque no les queda nada. Los mueve la desesperanza, el desempleo, el hambre. No le temen a la violencia porque la han vivido siempre. Más les vale morir por sus derechos que vivir en opresión. Intentemos traer la discusión al nivel de nuestros gobernantes, es decir, introduzcamos la metáfora de los huevos:
Luz trabaja como empleada doméstica por días. Su marido trabaja en construcción. Viven en un cuarto de listones de madera, por donde se les cuela el agua cada vez que llueve. Tienen 5 hijos, y, aunque ambos trabajan de sol a sol, el dinero les alcanza para comer una sola vez al día, siempre lo mismo: una libra de arroz revuelta con tres huevos. Con la reforma tributaria, Duque le dijo a la familia de Luz que ya no iba a poder comer huevos, pues con esa plata tendría que pagar un impuesto.
La familia de Luz se lanzó a las calles a protestar, les mataron un hijo. La familia de Luz no va a dejar de protestar, con un hijo asesinado, porque Duque le devuelva los huevos. Ahora todos protestamos por el hijo de Luz y las más de 300 víctimas, entre muertos, heridos y desaparecidos. Por la reforma a la salud. Por el mal manejo de la pandemia. Por la reforma tributaria del 2019. Por todo lo que ha estado mal durante décadas. Hemos cruzado un punto de no retorno.
Durante las protestas de los últimos días se presume que el gobierno de Duque está legitimando la violencia de estado como estrategia política. La consigna de la Policía y el Esmad en todas las ciudades no parece ser detener a los manifestantes, sino atacarlos. En efecto, la Fuerza Pública no está usando perdigones, balas de caucho, pistolas eléctricas (armas de por sí destinadas para la legítima defensa de un Policía en peligro y cuyo uso para detener manifestaciones es considerado ilegítimo).
La Policía está utilizando en su mayoría armas letales, cuyo uso en este contexto, sobra decirlo, no es legal. En Twitter pululan vídeos que ponen en evidencia que muchos de los civiles armados que le han disparado a los jóvenes en las manifestaciones no son en realidad civiles. En la tarde del 6 de mayo, en Cali, unos hombres armados, vestidos de civil, se bajaron de un camión de la Policía. Al verse descubiertos por los manifestantes, empezaron a dispararles y acabaron huyendo. Uno de ellos tenía una chaqueta de la Policía en su morral.
En un país en el que lo hemos visto casi todo, nunca habíamos visto una clase política tan incapaz. Ahora Duque propuso un diálogo nacional con el comité del paro, otra pantomima que seguramente no va a conducir a ninguna parte, pero que le va a permitir ganar tiempo, para justificar el estado de conmoción y así quedarse en el gobierno, pues de manera legítima ya no lo logra. Las posibilidades de una salida negociada a este conflicto social, que no pase por su renuncia, son muy recónditas. Me atrevo a suponer que Duque no alcanza a vislumbrar la cantidad de sangre que tendría que derramar para detener las movilizaciones. O no lo vislumbra o es tan perverso que no le importa.
Lo que está pasando en Colombia hoy no es inédito. Es lo que ha pasado históricamente en el campo, solo que hoy está pasando también en las ciudades, ante los ojos de todos, en la era de las redes sociales y durante una pandemia global. Tampoco es inédito el uso de una violencia desproporcionada por parte de las Fuerzas Públicas para reprimir la protesta. Ocurrió en diciembre de 1928 en Ciénaga, en febrero de 1971 en Cali, en mayo de 1984 en la Universidad Nacional en Bogotá. Escribió García Márquez sobre la primera:
«En la noche, después del toque de queda, derribaron puertas a culatazos, sacaban a los sospechosos de sus camas y se los llevaban a un viaje sin regreso. Era todavía la búsqueda y el exterminio de los malhechores, asesinos, incendiarios y revoltosos del Decreto Número Cuatro, pero los militares lo negaban a los propios parientes de sus víctimas, que desbordaban la oficina de comandantes en busca de noticias. ‘Seguro que fue un sueño’, insistían los oficiales. ‘En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz».
Casi un siglo después se repite la historia. Escribió Pumarejo esta mañana: “Quisiera decirles a los barranquilleros que no nos dejemos robar la felicidad». Esa felicidad de la que habla Pumarejo es el sueño de Macondo.



