En Cartagena de Indias, donde la brisa del mar mezcla el olor a salitre con el humo de los buses y el pregón de los vendedores, los taxis navegan las calles como barcos amarillos en un océano de asfalto. Allí me encontré con una historia que parece salida de Macondo, donde lo real se confunde con lo imposible y lo cotidiano se vuelve extraordinario.
El protagonista es Higuita, un taxista curtido por el sol y las jornadas interminables, cuya única compañía fiel es el vallenato. El acordeón, siempre sonando en su radio, dicta el pulso de la ciudad y espanta la soledad de las madrugadas.
Aquella noche, bajo la luna tímida que se asomaba sobre el barrio Getsemaní, un pasajero levantó la mano. Tenía la mirada inquieta y la voz áspera de quien ordena más que pide: —Al Pozón. (barrio popular de Cartagena donde pocos taxista quieren ir).
El precio se cerró en un murmullo y el taxi arrancó. En la radio sonaba una canción de Diomedes Díaz, las palabras eran escasas, las miradas, esquivas. Nada parecía salirse de lo común, hasta que la desgracia se sentó en el asiento trasero.
—¡Quieto, esto es un atraco! —rugió el hombre, apoyando el frío cañón de un revólver en la nuca de Higuita, justo en una calle de la histórica ciudad.
El tiempo se detuvo. El aire olía a pólvora sin disparo. Y cuando la muerte parecía tener boleto seguro, al conductor le brotó un ingenio ancestral, el mismo que en Macondo había salvado a pescadores de tormentas y a campesinos de fantasmas. Soltó el volante y fingió un desmayo. “Un pata tus”, dirían los viejos del barrio. Su cuerpo quedó flácido, su respiración apenas contenida, la vida disfrazada de muerte.
El ladrón lo miró incrédulo. —¡Carajo, este man se murió! —balbuceó. Y como si respetara el sueño eterno, retrocedió con pasos torpes. —Ni modo de robar a un muerto… que descanse en paz —sentenció, perdiéndose entre las sombras.
La calle quedó en silencio. la música seguía sonando, como si nada hubiera pasado. Poco a poco, Higuita abrió los ojos. El corazón le retumbaba como caja vallenata, pero estaba vivo. Se persignó, agradeció a Dios y volvió a encender el motor. Había dejado atrás no solo a un ladrón frustrado, sino también al fantasma helado de la muerte.
Desde esa noche, Higuita nunca volvió a aceptar carreras largas hacia barrios lejanos. Sabe que en Cartagena la vida y la muerte bailan con máscaras cambiantes, y que a veces basta un truco de ingenio para burlar a la Parca.
Al contarme su historia, no imaginaba que estaba prestándole servicio a un hombre que escribe cronicas. Su relato no rueda de boca en boca: rueda sobre ruedas. Recordé entonces aquella entrevista en la que le preguntaron a Gabriel García Márquez qué hubiera sido si no fuera escritor. Él respondió: “Taxista. Porque en el taxi se viven aventuras cotidianas, de esas que merecen ser contadas”. Esta, sin duda, es una de ellas.
Al despedirnos, Higuita me regaló una sonrisa tímida y una última frase: —Ojalá lo que usted escriba le robe una sonrisa a quien la lea… porque a mí, fingirme muerto, me salvó la vida…



