Si polarizar es concentrar, monopolizar, atrapar, aglomerar, sectarismo es ser intolerante. Por tanto, ninguna de las dos conductas se pueden aplicar al presidente Petro durante sus elocuciones, discursos, charlas o entrevistas. La corrupción institucionalizada en Colombia por los anteriores gobiernos de derecha, que hemos venido conociendo de su boca e incriminadas a los diferentes miembros del CD, otros partidos y ramas militares y policiales, se sustentan en verdades demostrables, mediante documentos y arrepentimientos conocidos, de personas que compartieron escabrosos momentos delincuenciales, con quienes, creyéndose dioses, han rebasado un sectarismo que los aparta de cualquier razonamiento honesto.
La supremacía del polarizador lo lleva a tener de sí el mejor de los conceptos. Atrapado en un mundo en donde se autonombra rey del universo, sus normas y caprichos deben ser respetados por quienes le rodean.
El sectario es defensor a ultranza de sus ideas. Su fanatismo lo aparta de toda lógica, sumergiéndolo en la intolerancia y el odio hacia quienes tienen otras ideas políticas, religiosas o sociales. No indaga, no investiga ni analiza, aferrándose al pensamiento único sin permitirse escuchar otras voces o posibilidades. Solo lo mueve el odio, el rencor y el desprecio por los que se alejan de su doctrina. Sucede en política que, sin haber investigado sobre el sujeto en cuestión, se le destruya con viles calumnias.
Estas sectas manejan bien la cleptocracia. Permiten que el individuo empoderado maniobre las arcas del Estado como algo suyo, centrándose en el enriquecimiento ilícito para beneficio propio, aplaudido por quienes, manipulados o no, son cómplices de tal fechoría.
La política de ayer y de hoy son incomparables: el ayer pretenden disfrazarlo con mentiras y bulos para tapar la realidad, donde estas tres doctrinas se entrelazan formando una gigantesca y podrida opinión mundial del país. El hoy dista de lo sucedido. Por tanto, dicha comparativa sería un dislate de enorme tamaño, contrario a la razón.
Gobernar es dejar de lado el sectarismo, la polarización y la cleptocracia del poder. De lo contrario, la degradación se desborda.
Durante años, Colombia, llevada por este tipo de prácticas, se desbordó y creció la obligación del rebusque, sin medir las consecuencias. Las penurias y la indignación hacen brotar lo bestial que muchos llevan dentro, dando salida a hechos dolorosos, como lo sucedido en Cali, Medellín y otras regiones. Objetivo: desestabilizar el gobierno y perturbar a los ciudadanos.
La pobreza nubla la razón, y el poderoso lo sabe y alimenta. Metidos en esa encrucijada y atrapados por la desidia, esperan que el sin conciencia aparezca con el regalo de la “supervivencia”: plomo, bombas o cualquier otro fin que le quite del medio lo que le estorba.
El amor del presidente Petro por Colombia supera lo increíble. Su objetivo de cambiar la mala imagen del país y consolidarlo como tierra de luz, prosperidad, paz y seguridad ha sido una lucha tenaz, dadas las artimañas de quienes, llevados por el amor al pasado oscuro del despilfarro, el despojo, la turbulencia y el dinero mal habido, se convirtieron en fanfarrones, sin nada que los haga destacar como personas de bien. Unos gobiernos donde la jactancia los devoró a todos, volviéndolos peligrosos.