Abelardo de la Espriella, abogado, empresario, cantante y corista, pretende convertirse en candidato presidencial para las elecciones de 2026. Su perfil mediático se presenta como pulcro, aunque su estilo deslenguado y polémico deja entrever un proyecto más cercano al espectáculo que al verdadero ejercicio de la política.
Sin solicitar el aval de ningún partido, pese a declararse admirador del expresidente Álvaro Uribe Vélez, inició su aspiración con un gesto cuestionable: la compra de firmas para respaldar su candidatura. A esto se suma una retórica ambigua, dirigida a confundir al electorado más ingenuo, en la que combina frases populistas con ataques directos a quienes piensa oponerse.
En sus declaraciones más recientes, evocando a Darío Echandía, afirmó tener una “familia perfecta” que no abandonaría por este “país de cafres”, expresión que revela un profundo desprecio por los colombianos, a quienes reduce a bárbaros o incivilizados. Su historial de excentricidades —desde un matrimonio religioso a pesar de declararse ateo, hasta anécdotas juveniles de maltrato animal— alimenta la duda sobre la seriedad de su proyecto político.
Más preocupante aún es su visión autoritaria: ha advertido a las comunidades indígenas que no permitirá bloqueos en las carreteras, dejando claro que su idea de orden se basa en la amenaza y la imposición. Frente a un país que atraviesa crisis de violencia en ciudades como Cartagena, Medellín, Barranquilla y Cali, y que requiere un estadista capaz de unir y pacificar, De la Espriella parece carecer de la serenidad, el conocimiento y la visión necesarios para enfrentar los retos nacionales.
Colombia necesita liderazgo, no egolatría. Necesita unión, no desdén hacia su propio pueblo. Convertir la política en un espectáculo personal no es el camino hacia la reconciliación ni el progreso.



