Quienes pensábamos que la Pandemia iba a dar origen a una sociedad renovada, transformada en los valores que contradistingue el ser humanos, como la solidaridad, la justicia, el amor fraterno, la caridad, el altruismo, nos hemos quedado una vez más en la utopía. Ha sido como un tsunami silencioso y devastador, arrasando todo a su paso. El Covid-19 cambió el mundo tal y como lo conocíamos.
Millones de muertos que no han podido siquiera ser despedidos por sus familiares. Millones de contagiados luchando por su vida en unidades de cuidados intensivos. Médicos, enfermeras y auxiliares en extenuantes y heroicas jornadas en hospitales y otros centros de salud que, en muchos casos, no son reconocidos, y muchos dieron la vida por salvarnos.
La humanidad ha ido perdiendo lo que tan humanamente nos pertenecía, la felicidad y el consuelo contenidos en un abrazo, la alegría de esperar a quien llegaba de viaje en un aeropuerto, pasear tomados de la mano, hacer compras en compañía, bailar por horas en una discoteca, compartir con amigos en un bar, disfrutar de un concierto, estudiar en un salón de clases, ir a la playa, disfrutar de una buena cena en un restaurante, ver el estreno de una película en compañía de los que más amamos, ir a un partido de futbol, ir a la misa en familia. Lo que era cotidiano ahora parece cosa del pasado.
Millones han perdido sus empleos en todo el mundo. La pobreza y la desigualdad amenazan con llegar a niveles nunca antes visto. Mandatarios sin saber qué hacer ante la avalancha de reclamos sociales para la subsistencia mínima vital, empresas y comercio declarados en quiebra y sueños de emprendedores hechos pedazos.
Rostros cubiertos por tapabocas, gafas y protectores de acrílico. Distanciamiento social y medidas sanitarias e higiénicas extremas. Nada parece ser demasiado para protegerse del contagio. Se ha perdido el contacto directo, las nuevas plataformas de comunicación en línea reemplazan las conversaciones cara a cara. Familias separadas y proyectos de vida en modo pausa. Matrimonios, primeras comuniones y otros sacramentos aplazados. Y una convivencia, muchas veces difícil, en medio del confinamiento.
Todos hemos perdido algo en esta crisis. La pandemia se ha llevado muchas vidas, ha causado mucho dolor, mucha incertidumbre, mucho miedo y temor. También nos ha obligado a reinventarnos, a desaprender y también a desprendernos. A tener paciencia y apreciar el valor del tiempo y de las cosas sencillas. Nos ha obligado a vivir con lo fundamental y también a comprender que nos sobraban muchas otras cosas. Le ha dado otro sentido a la palabra solidaridad y, a muchos, nos ha enseñado a entender que el verdadero sentido de tener el privilegio de estar vivos es compartir y servir.
Pero seguimos egocéntricos, indiferentes al dolor ajeno, algunos se aprovecharon de la pandemia para enriquecerse a costa de las necesidades de los demás, muchas personas ya rompieron reglas sanitarias, sin importarse contagiar o contagiar a los demás, con el beneplácito de las autoridades, pues lo económico impera sobre la salud y la vida y el descontrol es casi total. Los sistemas económicos han fracasado, e insisten en mantenerse igual aumentando el abismo y las desigualdades entre los que tienen todo y los que no tienen nada. Y Dios sigue ausente de las legislaciones, de las familias, del corazón de la sociedad. La pandemia nos está enseñando que no somos mejor sociedad.