No se detiene este viacrucis, cada que se abren la noticias lo primero que aflora, como si se tratara de un ranking a superar cotidianamente, son las altas cifras de contagios, la enorme cantidad de fallecidos y la incertidumbre de una elevada ocupación de camas UCI; en fin, una situación que genera incertidumbre y hace las cosas difíciles, cuando no imposibles. Crisis de alta mortalidad jamás vivida en tiempos modernos, a la cual no es factible, en términos normales, acostumbrarse y menos desconocer.
Todos hemos tenido pérdidas de seres queridos, amigos y conocidos, lentamente y con resignación hemos superados el duelo o estamos en vías de hacerlo. Un panorama doloroso desde lo más profundo del ser humano, porque ante la muerte nos acongojamos, sentimos un temor ancestral, salvo que exista de por medio una desvalorización nociva de lo que como especie nos caracteriza.
No es aceptable la intrascendencia, debe existir una preocupación social cuyos principios éticos sean efectivos accionantes de unas prácticas morales que estén en concordancia con los valores más excelsos del comportamiento. Allí no cabrían como expresión generalizada: la indiferencia, la insensatez, el egoísmo y la crueldad. Si desaparece el compromiso de cambio frente a la situación anómala, si no nos adaptamos para sobrevivir, si se aplauden los infortunios o se usan como excusa para otros fines, la sociedad estaría enferma y el ciudadano desamparado… Ante una pandemia se debe actuar con responsabilidad moral.
La admiración de las causas depende del momento histórico, siempre debe primar la solución prioritaria, primero lo primero, luego lo otro; en este caso la atención de la pandemia y sus consecuencias próximas. La salud de la gente es un bien común que debe prevalecer, ya que con salud es posible lograr o en dado caso recuperar el bienestar, así como todo aquello que socialmente se requiere y que en conjunto pueda edificarse.
La pandemia no es una eventualidad promovida por el ser humano, es una catástrofe natural, y como tal deja inmersa a la sociedad en una seria incapacidad de resolver otros problemas con la prontitud deseada. Lo que si queda claro, como es usual en este tipo de contingencias, es que la fragilidad del libre albedrío puede ocasionar paralelamente otras adversidades, llegando, incluso, a potencializar el efecto nocivo de la tragedia natural; verbigracia: por la no adopción de las medidas de autocuidado o bioseguridad, a sabiendas de los riesgos generales que ello implica.
Según se desprende de lo planteado por Schopenhauer, la existencia humana se caracteriza por manifestaciones de egoísmo que tienen su génesis en el instinto de supervivencia, en la persecución para satisfacer las necesidades e intereses particulares, siendo indeseable todo aquello que atente contra los bienes anhelados. Por eso, ni una pandemia sería obstáculo para insistir, incluso con vehemencia nociva, en la búsqueda del ansiado estado de bienestar personal.
Finalmente, sin desvíos del tema, está lo dicho por Hobbes, que trata sobre la racionalidad humana individual y que colectivamente puede llegar a un acuerdo básico sobre lo que podría ser bueno para todos, lo cual no es otro estado que vivir en paz, como único medio de alcanzar el anhelado bienestar común y la seguridad general.