Eso de «me ofende, me enfada, me agrede, me hostiga, me, me y me» denota una actitud egocéntrica difícil de soportar. En la convivencia diaria provoca que uno se sienta agresor y el otro el agredido. Si no se sana el corazón de poco sirven las terapias comunitarias.
Ojeando los periódicos de cada día aparecen informaciones de toda índole, abundando las noticias de mayor “morbo” ya que las buenas noticias no venden demasiado.
Estamos construyendo una sociedad de puro escaparate, donde interesa mostrar aquello que es rentable para nuestros intereses. Dicho de otra forma, ocultamos los valores que fortalecen la convivencia y fomentamos la crispación y el enfrentamiento. Los medios de comunicación, los influenciadores y los políticos deberían reflexionar sobre su conducta, por las consecuencias que derivan en su ámbito de influencia
Pedro, el discípulo, lo muestra con sus preguntas al Maestro: «Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo…? Y se sitúa él como el centro de atención de toda la historia. Es su capacidad o incapacidad la que lo convierte en protagonista de una acción inválida; porque el único que propicia el perdón es Dios. Veamos: Nos sentimos víctimas cuando, de manera susceptible, creemos que los demás no nos agradecen lo suficiente y agreden nuestros intereses. Nos situamos como Pedro en el centro de la historia. Después, pasamos a tasar y a poner precio: «¿cuántas veces?” ¿Treinta? ¿Setenta? Y acabamos rompiendo la relación y la posibilidad de perdón. El otro se ha convertido en mera excusa para encerrarme. Eso, sin decir que vamos acumulando malas experiencias de perdón que nos endurecen el corazón.
Dios no sabe de medidas, sino de desproporción. Somos nosotros los que, no teniendo compasión de nuestros semejantes, pedimos perdón a Dios por nuestros pecados. Pedimos mesura y obramos injusticia.
Jesús pone a Dios como protagonista del perdón y nos saca a cada uno de nosotros de ese lugar privilegiado. Nuestro punto de comparación, nuestro punto de arranque, no somos nosotros -de ahí la parábola- sino el mismo Dios. Y si él perdona todo lo nuestro, porque se lo pedimos entre lágrimas y temblores, ¿por qué no nos adolecemos de los demás?.
Vivimos en un tiempo que no nos permite entretenimientos. Estamos ante la situación vital más variable y cercana a la muerte que nunca hemos vivido. Merece la pena renunciar a la justicia debida y optar por perdonar. No, no podemos llevar más lastre en estas fechas ni esperar a perdones tardíos. Que el contagio sea del perdón.
Quiero recordar una frase que deberíamos grabar en nuestra memoria, enseñar a los niños y proclamar siempre con entusiasmo: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.” (Mateo 5,7). El evangelio nos ofrece un gran tesoro, una gran oportunidad para apaciguar nuestros corazones agobiados y cansados, miremos aquel que amando perdonó y perdonando amó. No es una utopía, debería convertirse en la revolución pacífica del corazón: la revolución del perdón.