Durante todos estos domingos de Pascua, hemos estado escuchando en las lecturas dominicales que Jesús nos daba indicaciones como por ejemplo, que a pesar de las contrariedades y persecución seamos fieles; que la señal por las que nos conocerán que somos sus discípulos es por la forma de amarnos; que Él nunca nos va a dejar solos… Y antes de enviarnos al Espíritu Santo, tiene que subir al Padre.
Este domingo, celebramos la Ascensión del Señor. Jesús, al ir al Padre, no va a un lugar físico, ni a una nueva “dimensión”. Él regresa al lado del Padre. Ir al cielo, es ir a Dios. Pero no se va y se despreocupa de nosotros, al revés. Hoy sigue en nosotros, sigue vivo. Solo hace falta que le prestemos un poco de atención y nos pongamos en su presencia.
No se trata del vuelo por los aires de un superhéroe como los de las historietas, sino de un misterio que consiste en la exaltación o glorificación de Jesús, quien como nos dice la segunda lectura, fue resucitado por Dios Padre de entre los muertos para hacerlo en su naturaleza humana plenamente partícipe de la gloria divina, “sentándolo a su derecha en el cielo”, frase que corresponde a una imagen simbólica tomada de la costumbre que en aquella época tenían los reyes de hacer subir y situar junto a su trono, a su derecha, a quienes se habían distinguido por el cumplimiento cabal de la misión que les había sido encomendada.
La frase inmediatamente anterior del Credo en su versión más antigua -que es la más breve-, dice que Jesús descendió a los infiernos. La palabra “infiernos” traduce aquí literalmente los lugares inferiores y corresponde al término hebreo sheol y al griego hades, que expresa simbólicamente lo que podemos llamar el lugar de los muertos. Lo que el Credo afirma es que Jesús, después de haber “bajado” en su naturaleza humana hasta la condición de los muertos, ha “subido”, también en su naturaleza humana, al estado glorioso de una vida eternamente feliz. Este hecho, que los Evangelios narran con la imagen simbólica de una subida física, es en realidad un acontecimiento de orden espiritual.
La Ascensión del Señor supone para nosotros su ausencia física y la exigencia de asumir su nueva presencia, pero también supone asumir nuestro destino último y más definitivo. En el prefacio de la misa de la Ascensión cantaremos: No se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino.
Así, pues, hermanos, descubrir la nueva presencia de Jesús en medio de nosotros, su presencia sacramental en la Eucaristía, pero también en todos y en cada uno de los acontecimientos que vivimos en la cotidianidad de nuestra existencia, debe ser una exigencia continua en nuestra vida de fe. La liturgia nos dice que Cristo sigue presente en nosotros, pero sin la fe es imposible que descubramos esta presencia.
El relato del Evangelio de la Ascensión culmina diciendo que ellos, después de postrarse ante él, regresaron a Jerusalén con gran alegría. Y estaban continuamente en el templo bendiciendo a Dios.