La última vez que Miguel Durán Olaya estuvo en la emisora que dirigí por diez años- hará un lustro o más – tuvo que subir los treinta y tres peldaños para llegar a la oficina 303 apoyado en mi hombro.
Así, con un caminar lento, una voz suave, y una palabra sabía, “El Pollo Caucano” muriéndose lentamente, con el dolor de ver morir y enterrar a su mujer y a dos hijos, vivió sus últimos diez años.
A esas alturas Miguel Durán Olaya, quien había nacido en un pueblo viejo que se llevó el río Cauca, era un sabio en la penumbra del mundo, que ya no creía en los hombres. Desde que conoció la palabra de Dios y se convirtió en su fiel testigo, el viejo Migue cumplió los mandamientos y creencias, como no transfundir sangre a su hija moribunda, después que sufrió un accidente. Allí se cerró a la banda. Fue uno de los casos más dolorosos de su existencia, porque los testigos de Jehová no admiten esa práctica. Se formó una polémica y no se sabe qué hubiera pasado de haberla transfundido, porque Dios es el que hace sus designios.
Después, en una visita a su amigo Toño Zambrano, en Las Tablitas, muy cerca de Majagual, se le presentó una morrocoya gigante de muchas pintas y provocativa, tentándolo nuevamente. Era una despampanante muchacha, con una licra negra ajustada a un cuerpo de guitarra provocativa.
Toño Zambrano dijo que él si cogería aquella morrocoya gigante, pero ella quería era con el artista, quien prefirió pasar por pendejo, entonces decidió pedirle perdón a Jehová por los fugaces pensamientos lujuriosos e hizo la famosa canción, en resguardo del sexto mandamiento. No codiciarás la mujer del prójimo.
Y siguieron las pruebas. La Pandemia se llevó a su gota de agua, Miguel Durán Junior, su hijo más aventajado en el estilo chiquilero, el de la camisa rayada, que apenas llegaba a los cuarenta años. Y después se llevó a su mujer.
Despegado de lo material, el sabio vio perder su casa de la avenida Argelia y tuvo que refugiarse en casa de uno de sus hijos sus últimos años, mientras su estilo- el último estilo grande de la Sabana – se seguía expandiendo.
A Miguel Durán Olaya – que tuvo en Alfredo Gutiérrez a uno de sus más grandes seguidores- la vida no le fue fácil. Eran unos campesinos antioqueños, cercanos a Alejandro Durán Díaz, cuyos ancestros son de allá de las montañas. Su apellido original era Olaya, pero por ser hijo bastardo llevó el apellido de su madre.
Tuvo que trabajar de sol a sol para comprar su primer acordeón, que debió aprender a tocarla él solo. Hacerlo sonar no sabía, hasta que se dio cuenta de que debía abrirlo para que tomara aire y después desfogar su tragedia al soltarlo. Así le oyó sus primeras quejas.
Tentado por los vallenatos se fue de correría por las tierras de Francisco hombre y el Magdalena, donde hace su primer paseo. Tocaba en las cantinas y desarrolló la rutina de Luis Enrique, pero pronto se dio cuenta que estaba hecho de otra manera.
Decide radicarse en Sincelejo en la fiebre del festival Sabanero, años 70, cuyo ambiente lo atrapó. Allí nacieron todos sus hijos, que con el tiempo se convirtieron en su mejor escuela.
Miguel Durán Olaya, siempre fue un conciliador nato, por eso se prestó como árbitro en la pelea de Rugero Suárez con Enrique Díaz, ganándose el apelativo de “cuchareta”.
Legó al folclor colombiano el estilo más definido de la música de acordeón, el chiquilero y fue creador del fanderengue. Fue un gran intérprete del chandé.
Uno de sus objetivos al radicarse en Sincelejo, Sucre, fue ganar el Festival Sabanero y a fe que lo logró. Su estilo fue imperante. Sigue imperante, con zonas donde no se le mete nadie. Miguel Durán Olaya, sin duda, fue un hombre de Dios, un músico definido y una excelente persona.