Colombia bajo la sombra de una violencia política que creíamos superada, en una regresión inquietante hacia las épocas más oscuras de nuestra historia. Las recientes amenazas contra la gobernadora del Valle del Cauca, Dilian Francisca Toro, y el alcalde de Cali, Alejandro Éder, son una señal alarmante de este retroceso. Se trata de represalias claras por su postura firme contra el terrorismo y el narcotráfico, principalmente el ejercido por las disidencias de las FARC, en particular la estructura ‘Jaime Martínez’ del autodenominado Estado Mayor Central, bajo el mando de alias Iván Mordisco.
Estas amenazas surgieron tras el atentado del 21 de agosto en Cali, donde un camión cargado de explosivos estalló frente a la Escuela Militar de Aviación Marco Fidel Suárez, dejando al menos seis muertos y decenas de heridos. Casi simultáneamente, en Antioquia, un helicóptero de la Policía fue derribado por un dron, con saldo fatal para varios uniformados. Estos ataques, atribuidos al EMC y a otras disidencias como la Segunda Marquetalia, evidencian una peligrosa escalada criminal que amenaza los cimientos de la institucionalidad.
“La seguridad de los vallecaucanos es mi prioridad, seguiré firme”, declaró Toro. Por su parte, Éder afirmó: “No me intimidan esas amenazas (…) es un riesgo que estamos asumiendo”. Un escenario estremecedor: autoridades elegidas por el pueblo bajo fuego cruzado, mientras la ciudadanía vive presa del miedo. La Policía y el Ejército han incrementado su presencia, pero la percepción de abandono por parte del Gobierno central solo agudiza la crisis.
El contexto es sombrío. Colombia bordea niveles inéditos de violencia: más de cien líderes sociales asesinados, 50 masacres en lo que va del año, y el reciente asesinato del precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, víctima de la violencia selectiva. Es apenas la punta del iceberg de una avalancha que se avecina. En respuesta, el Gobierno lanzó la “Operación Sultana”, una estrategia antiterrorista centrada en Cali, basada en inteligencia, tecnología y recompensas. Sin embargo, sectores críticos advierten que el país ha retrocedido 25 años: proliferan los cultivos ilícitos, la corrupción campea, la inseguridad rural se dispara y los atentados contra la fuerza pública son cada vez más graves. Todo esto alimentado por la impunidad de quienes, disfrazados de “disidencias”, simulan haber abandonado las armas.
La prometida “paz total” del Gobierno se ha convertido en un espejismo. Los grupos armados avanzan y recuperan control territorial allí donde el Estado se ha desvanecido tras los acuerdos de paz.
Quizá lo más preocupante no sea la violencia misma, sino la falta de liderazgo. Mientras las instituciones actúan de forma puntual, el Ejecutivo insiste en el diálogo y en gestos de apertura política, lo que muchos interpretan como complacencia frente al terror. ¿Cómo exigir autoridad a un Gobierno que, en medio del caos, parece más interesado en encuentros amables que en ejercer el poder? Las críticas arrecian: algunos lo acusan de complicidad, de traición, incluso de renunciar al deber patriótico. En su propia coalición, voces como las de Éder y Toro se alzan con valentía, pero en privado admiten sentirse solos ante la amenaza.
Colombia no está completamente sola: la comunidad internacional ha condenado los atentados, y organismos como la ONU y gobiernos vecinos han expresado su solidaridad. Pero sobre el terreno, el vacío institucional persiste y permite que el crimen se afiance. La llamada “junta del narcotráfico” que, según el presidente Petro, opera desde Dubái, suena —como tantas de sus afirmaciones— más a metáfora que a realidad, si no se acompaña de acciones concretas.
Las elecciones de 2026 se acercan en medio de una tormenta de miedo, desconfianza y violencia. Colombia no puede volver a ser rehén de sus peores demonios. La sangre, el fuego y la corrupción no deben volver a gobernar. Es tiempo de recuperar el rumbo con fuerza institucional, transparencia y firmeza democrática.
Esta columna no es solo una denuncia. Es un llamado urgente a defender, con coraje y compromiso, el país que aún respira, aunque herido.



