La inesperada «confesión» de las Farc sobre la muerte de Álvaro Gómez Hurtado volvió a poner en la primera plana de las noticias y la opinión al líder conservador 25 años después. Los antiguos guerrilleros se declararon autores del magnicidio por orden de Manuel Marulanda, quien supuestamente quería saldar con ello una cuenta de 30 o 40 años atrás. Sin embargo, Tirofijo está muerto y hasta ahora no se conocen pruebas contundentes que ratifiquen esa versión.
El expresidente Ernesto Samper y Horacio Serpa, que de ser cierto esto se quitarían de encima el piano de la sospecha de estar involucrados en el crimen, se mostraron sorprendidos por la «revelación». La familia Gómez, en cambio, la rechazó de plano e insiste en que fue un crimen de Estado con militares, narcos, y Samper y Serpa en el elenco de autores. Si lo que muestren Timochenko y Carlos Antonio Lozada próximamente ante la JEP no es convincente del todo, las cosas seguirán como ahora, naufragando en un mar de conjeturas que solo dejan clara la debilidad de la justicia de antes y de ahora para arrojar luz ante un hecho de semejante magnitud.
El fracaso de la investigación del caso Gómez es, increíblemente, una prueba más de la degradación de las instituciones y del sistema político colombiano, de la cual se quejaba constantemente él mismo en sus magníficos editoriales de El Siglo y en sus declaraciones públicas. Recuerdo que, en un par de entrevistas para TV, en las que pude estar presente, reclamaba que la política en Colombia había dejado de ser un asunto de afinidades ideológicas para convertirse en un «tráfico de complicidades».
Luego en la Constituyente, Gómez Hurtado tuvo la oportunidad de cambiar en algo eso y realizar en parte «el acuerdo sobre lo fundamental» que tanto pedía para superar muchos de los males del país. Varias soluciones quedaron en la letra de la Carta -a él también se la debemos- pero en la práctica muchas cosas siguen igual o peor.
Probablemente sucedió esto porque la Constitución también requiere algo que no queda escrito: un liderazgo bien entendido, ético y centrado en el bien común. Eso es difícil que pase con políticos que no piensan más allá de sus apetitos personales y de unos partidos que se parecen más a microempresas electoreras, que existen simplemente porque hay un tipo que fue o quiere ser presidente, que se vuelven inmuebles de una familia, que son fachada de fuerzas oscuras o que se alquilan a todo el que quiera. Y todo eso pasaba hace 25 años y pasa hoy.
Así, no es difícil que esos políticos se vendan por el primer plato de lentejas. Muchos de los propios amigos de Gómez Hurtado y sus herederos en el conservatismo han traicionado su memoria por una gerencia del Banco Agrario o una embajada en Europa. Y se siente felices en el papel de segundones.
Si se quiere una verdadera democracia, hay que recuperar la política y tener partidos que no estén adheridos al caudillismo, al clientelismo o a las chequeras de todo tipo, sino a las ideas democráticas. Volver a la «política con grandeza», diría Álvaro Gómez.
Perfil del columnista: Juan Carlos Bermúdez es uno de los periodistas editores más reconocidos y respetados del Colombia. Egresado de la universidad Jorge Tadeo Lozano. Con más de 30 años de carrera. Se destaca en su trayectoria haber sido editor en El País de Cali, El Tiempo y Semana. Al igual que otros grandes nombres del periodismo colombiano. Es hijo de las transformaciones democráticas, sociales y políticas que vivió Colombia por cuenta de la Constitución de 1991.