Jorge Bucay, escritor argentino, dijo alguna vez: «Hoy, a mí lo que más me preocupa, por encima de la situación económica, es la violencia. La violencia en todas sus manifestaciones, desde la guerra hasta la intolerancia». Es curioso, y triste a la vez, ver cómo a lo largo de los años hemos generado una sociedad llena de prejuicios, prevenciones, señalamientos y odios que nos han devuelto a esa crueldad propia de la Edad Media.
Debido a ese mismo miedo a lo inusual, hoy nos vemos envueltos en todo tipo de violencias que creíamos superadas: racismo, creencias, lucha de clases, nacionalismo exacerbado y guerras partidistas, entre otras; incluso, algunas con «razones» tan descabelladas como el fanatismo por un equipo de fútbol o las condiciones físicas o sociales del otro (matoneo escolar).
Estos escenarios se han generado a partir de argumentos cuya lógica es debatible pero cuya fuerza es notable porque se basa simplemente en aumentar odios o prejuicios ya existentes. Así, empezamos a ver al otro como un enemigo a quien debemos odiar porque no es nuestro igual; porque podría quitarnos nuestro trabajo, nuestra comida o nuestra tierra; o, simplemente, porque es o piensa diferente de nosotros, y eso nos convierte en personas intolerantes, pues desconocemos la posibilidad de la diferencia o de estar equivocados.
El Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua define la tolerancia como el «Respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias». La clave, como se ve, es el respeto, un valor cada vez más escaso en nuestra sociedad. Su ausencia, llamada intolerancia, ocasiona que un diálogo se convierta en conflicto, y el conflicto, en ataque. Esta dinámica, reiterativa en las últimas décadas, unida a una autoestima mal entendida, han transformado nuestra conducta y nos han convertido en seres agresivos y egoístas.
Es frecuente entonces, observar a parejas, amigos, familias y compañeros discutiendo por temas fáciles de resolver y en los cuales tan solo se requiere respeto y comunicación; en la sociedad, seguidores de líderes políticos, artistas, equipos deportivos, creencias religiosas o cualquier otro elemento que genere algo de pasión en los demás se enfrascan en discusiones sencillas que pasan fácilmente de argumentos a agresiones; y en las redes sociales, las calles, los medios de comunicación e, incluso, nuestra vida familiar estamos llenos de esa intolerancia que degenera en violencia. Es tiempo de ponerle freno.
Ortega y Gasset lo expresó en pocas palabras: «Yo soy yo y mis circunstancias». Juzgar y atacar a una persona por aspectos que no puede cambiar, como el color de su piel o su lugar de nacimiento; o por su forma de comportarse, de pensar o de sentir, que provienen directamente de quién es y de lo que ha vivido, es un error en el que no debemos caer.
Todos convivimos en el mismo planeta y tenemos los mismos derechos de habitarlo y de hacer lo posible por ser felices en él sin hacer daño a ningún otro ser para lograrlo. Comprenderlo y actuar en consecuencia, a partir del respeto y del amor por nosotros mismos para irradiarlos a los demás podría ser la solución. Tal vez lograríamos construir un mundo mejor.