Tenía una risa a media caña como Gardel, y fue mi profesor de tercer año de primaria; es más, recordándolo ahora, lucía una melena partida de medio lado y creo usaba brillantina. Por él viví uno de los momentos más caóticos de mí entonces corta existencia. He vivido, como adulto, situaciones consideradas complicadas; nada se compara con el desasosiego de aquella época: el profesor Mario Rojas me hizo habilitar Matemáticas.
En aquel tiempo se perdía el año. A mí me preocupaba era la materia de dibujo y mi desbaratada caligrafía. Con fatiga mis obras de arte no pasaban de un círculo, dos líneas corticas, una a las 3, otra a las 9, el palito en el medio y otra rayita arriba de las 6. Si agregaba, debajo de la circunferencia, una cruz, en algo lejano se parecía al Hombre de Vitruvio de Leonardo Da Vince, era mi mejor obra.
El profe desgastó al tiempo, dedicándose a mejorar mis garabatos y una legión de reglazos visitaron las palmas de mis manos con la fracasada intensión de enderezar mi letra. Nunca lo logró.
Preocupado por esas materias, calcaba los dibujos de mi compañero Ray Salas e hice miles de frases en renglones de cuadernos cuadriculados, y terminé por desatender matemáticas, habilitando las tablas de multiplicar.
Mi papá decidió que él sería el encargado de multiplicar la carga pesada de recuperar matemáticas. Era un sábado, no fue a su negocio de abarrotes, allí fue famoso por sumar filas de productos sin utilizar la registradora de manivela. Me acuerdo que en el negocio de mi padre, cuando llegaron las calculadoras de bolsillo, se casaban apuestas para ver si él en alguna cuenta se equivocaba. Entonces, ese sábado que ya había sido advertido, me preparé tan mal, que mi viejo decidió que aprendería multiplicando chancletazos. ¿Cuánto es 7×6?, respondía, y sólo veía la chancleta volar hasta mis piernas. Ante mis brutales dudas y titubeos, me preguntaba al revés. ¿Cuánto es 6×7? y comprobaba qué la ley se cumplía, los chancletazos no mudaban. El domingo fue igual hasta que mi madre se apiadó de su pequeño tartamudo matemático.
Presenté el examen de habilitación. Al entregarme el resultado, mi profesor me exaltó tanto que parecía como si hubiese entregado el premio Nobel de matemáticas, que a propósito no existe, resultado, nunca lo olvido: 5 perfecto. Menos olvidaré cuando me comentó que ya no recibiría reglazos en las manos por mi letra. Me dijo: Velásquez yo trabajé para su papá y sé como es el viejo Arcadio. Sé que jamás olvidarás las tablas de multiplicar.
En la actualidad esos dos estarían presos, en la picota pública y no entraré a postular cómo se debe enseñar. Hoy que mi profesor de tercer año de primaria no está entre los vivos, pero que hace parte de la vida. Le doy de despedida mil gracias.
Tuve la fortuna de regresarle sus esfuerzos, ejerciendo mi profesión de medicina. Un día llega a casa el Profesor angustiado ya que a su hijo le habían diagnosticado una gastroenteritis, pero que cada día estaba peor. Al examinar al niño, descubrí que no se trataba de nada de eso y debido a los medicamentos ordenados enmascararon la verdadera enfermedad: apendicitis. Mi profesor siempre pregonaba que su alumno había salvado a su hijo.
Lo visité cómo médico unos días antes de su muerte. Cuando el hijo me llevó a su lecho, le dijo. Pá, es el Dr Velásquez… no entendió, el hijo le repitió es Juan Carlos Velásquez, ¿sabes quíen es? ¿Te acuerdas de él?. Sonrió con su sonrisa de medio lado, a lo Gardel. La vida es un Tango mi inolvidable profesor.