Los vemos en las esquinas o deambulando por las calles de cualquier ciudad. Algunos vierten sobre ellos miradas despectivas, en ocasiones llenas de enojo y desaprobación, otras veces no hay miradas, solo indiferencia y el trágico parecer como si estos no existieran.
Afortunadamente, y a pesar de la dureza y la crueldad que inunda nuestro mundo, también suelen aparecer miradas de compasión y de solidaridad que se dejan acompañar con brazos extendidos que ofrecen una moneda, un bocado de pan o que con suaves palabras comunican consuelo y esperanza.
Hablo del encuentro con los que no tienen nada material pero lo que es aún más trágico, la mayoría de las veces nada de nada en el cofre de sus corazones. Mal haríamos en juzgar, señalar o justificar el porqué de lo desafortunado de sus vidas.
No debemos hacerlo, no tenemos derecho. Además, porque en la vida no tenemos asegurado nada y lo que tenemos por firme en este mundo hoy es, pero mañana quién sabe.
Los mendigos que siempre están con sus ropas hechas harapos, sus rostros ennegrecidos por el sol, sus olores fuertes y sus miradas pérdidas en el vacío de sus amarguras y tristezas solo saben pedir, pues creen que no tienen nada para dar.
Sus manos se extienden de forma demandante pues solo conocen la acción de recibir y no consideran que para ellos también existe la posibilidad de que en muchas maneras también pudieran dar. Nos sentimos contentos, aveces agradecidos de no estar en esa situación y no falta el que erróneamente se convence de que tiene los méritos suficientes para nunca estar allí, pues considera que es de otro linaje y que por tanto jamás lo tendría que sufrir.
No obstante, la mendicidad no tiene que ver solo con ese cuadro de miseria y de pobreza de los más desposeídos. Existe otra mendicidad, la del que tiene todo o cree que lo merece todo. La del que solo exige, la del que solo pide, la del que cree que todo le pertenece y que por tanto, sin ningún tipo de reservas se mueve apiñando para sí todo lo que encuentra en su camino. No le importa comprar conciencias, adueñarse de personas y manipular lo que sea para conseguir sus objetivos.
Esta normalmente se camufla, pero en el fondo nos arroja el mismo cuadro del que solo extiende la mano para demandar, pero nunca para ofrecer nada. Porque cuando de sus ventajas de poder o de prosperidad aparentemente dan algo, al final solo persiguen la adulación a su ego y el poder incrementar su dominio y su control.
Les llamo mendigos, porque todo este ropaje glamoroso de poder, celebridad y opulencia es solo un cascarón que oculta que adentro solo hay vacío. Tampoco debemos juzgarlos, simplemente si no tienen compasión, si no tienen solidaridad, es porque nunca conocieron el amor, nunca lo han tenido. Viven en la miseria del que solo posee cosas, pero que desde sus almas no tienen nada que ofrecer, nada para dar.
De la misma manera que jamás queremos vivir deambulando por las calles como hoy viven muchos, también nos debe aterrar la posibilidad de caer en la otra forma de mendicidad, la de convertirnos en agujeros negros que lo exprimen todo, lo arrebatan todo, que lo consumen todo.