Estamos celebrando el tiempo litúrgico de Adviento donde se mira al pasado, al presente y al futuro. Mira, en primer lugar, al pasado: Jesús, el Mesías anunciado por los profetas y esperado por el pueblo de Israel, ya ha venido en la debilidad de nuestra carne; el Adviento nos prepara para celebrar con gozo la Navidad, la primera venida y la entrada en nuestra historia del Hijo de Dios, su primera venida en Belén hace dos mil años.
El Adviento mira también al futuro, hacia la segunda venida de Jesucristo en gloria y majestad al final de los tiempos en que llevará a total cumplimiento su obra de salvación y reconciliación de toda la creación. Pero el Adviento mira además al presente. Se trata de un presente continuo, es decir, de una acción que está ocurriendo constantemente. En todo momento Dios viene a nosotros.
Dios viene constantemente a nuestro encuentro en su palabra, en sus sacramentos, en el prójimo, en cada familia, en el pobre y necesitado, en los acontecimientos de la vida y en su Iglesia, en cada comunidad cristiana. Por esta razón, en Adviento rezamos a Dios, que avive en nosotros el deseo de salir al encuentro de Cristo que viene.
En nuestra condición de peregrinos en esta vida, la vigilancia y la esperanza son pilares imprescindibles de nuestra Iglesia y de cada uno de sus fieles. La esperanza en el triunfo definitivo de Cristo nos ayuda a avivar nuestra fe en la vida eterna y en la resurrección de la carne, y, además, a no perder la paz ante las insidias de los poderes de este mundo.
El hombre de hoy busca ansiosamente la felicidad, que con frecuencia está tentado de buscarla lejos de Dios. Por ese camino cada vez se siente más lejos de la felicidad anhelada. En Jesucristo es donde el hombre y la mujer descubren su verdadera imagen, su verdadero origen y destino, su pertenencia a un mundo nuevo. Dios viene para todos. Dejémonos encontrar por el Señor.
El calor de la fiesta familiar y entrañable de la Navidad mantiene un clima de renovada esperanza en nuestro mundo. Porque Adviento significa precisamente eso: esperanza. En la sociedad actual la esperanza resulta difícil y fatigosa. Más bien se respira resignación, desengaño e incluso se llega a la frustración y a la desesperación. De modo especial en medio de la crisis económica que vivimos, más grave y persistente de lo que parecía en sus inicios. Son cada día más fuertes las voces que nos ayudan a ver que la crisis no es tan sólo financiera o económica, sino también una crisis de valores, una crisis moral y también una gravísima crisis espiritual. El cristiano ha de saber que sus valores no son los del mundo y que ha sido llamado a vivir su fe entre contrariedades y luchas.
Benedicto XVI nos recuerda que «quien no conoce a Dios, aunque tenga muchas esperanzas, está en el fondo sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida. La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos continúa amando hasta el extremo, hasta el cumplimiento total».