Durante el mes de noviembre la Iglesia Católica recuerda de manera especial a los Fieles Difuntos, es decir a las personas que han partido de este mundo para pasar a la vida eterna junto al Padre, animando a ofrecer oraciones y sacrificios por su salvación eterna.
La tradición de rezar por los muertos se remonta a los primeros tiempos del cristianismo, en donde se honraba su recuerdo y se ofrecían oraciones y sacrificios por ellos. Según la Enciclopedia Católica, en los primeros días de la Cristiandad se escribían los nombres de los hermanos que habían partido en la díptica, dos tablas plegables, con forma de libro, en las que la primitiva Iglesia acostumbraba anotar los nombres de los vivos y los muertos por quienes se había de orar.
Después, en el siglo sexto, era costumbre en los monasterios benedictinos tener una conmemoración de los miembros difuntos en Pentecostés. En España, en tiempo de San Isidoro, había un día semejante el sábado antes de la Sexagésima, el sexagésimo día antes del Domingo de Pascua, o antes de Pentecostés.
En Alemania existió una ceremonia consagrada a orar por los difuntos, el 1 de octubre. Esto fue aceptado y bendecido por la Iglesia. San Odilo de Cluny ordenó que se celebrara anualmente, en todos los monasterios de su congregación, la conmemoración de todos los fieles difuntos. De allí se extendió entre las otras congregaciones de los benedictinos y entre los cartujos. Más tarde, varios obispos, se acogieron a dicha celebración. Con el paso de los años, la Iglesia Católica instauró el 2 de noviembre como la fecha oficial para conmemorar a los fieles difuntos.
Los sufrimientos de la Humanidad son los mismos que los de la Iglesia y, sin duda, tienen en común que todo sufrimiento humano es de algún modo privación de vida. Por eso, la muerte de un ser querido nos produce un dolor tan indescriptible que ni tan sólo la fe puede aliviarlo.
Así, los hombres siempre han querido honrar a los difuntos. La memoria, en efecto, es un modo de hacer que los ausentes estén presentes, de perpetuar su vida. Decir sus nombres y recordarlos es sin dudas un modo de amarlos y de quererlos. Nadie y nada puede destruir o acabar con el amor que nutrimos por nuestros seres queridos, ni la muerte. Aunque no los tenemos presente físicamente a nuestro lado, sabemos por fe, que su presencia es espiritual, que cuando hablamos con ellos en nuestra oración no lo hacemos con un fantasma, pero con seres que viven en Cristo en la resurrección.
“Jesús le ha quitado a la muerte la última palabra: quien cree en Él será transfigurado por el amor misericordioso del Padre para vivir una vida eterna y feliz”, es el tweet del Papa Francisco para este 2 de noviembre, Conmemoración de los fieles difuntos. Los creyentes no profesamos fe en la muerte, pero en la vida. Las últimas palabras del credo son consoladoras y llenas de esperanza: “creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna”.